Escribidor por afición, Don Eufrasio sentía que el tiempo pasaba y continuaba sin producir letras algunas. Después de volver del trabajo y en la esquina del estrecho tabuco donde habitaba, calentaba un mísero café de achicoria y cogiendo papel y lápiz escribía. De un tirón llenaba de letras una página completa y allí acababa, con un solitario y débil punto y final.
Eso era lo más que conseguía escribir, y no logró contar una historia completa hasta que entendió que las historias solo se ponen en marcha, y el resto es responsabilidad del lector. Cuando entendió la inmensa profundidad de sus conclusiones notó un gran alivio porque sentía que le liberaban de la suma responsabilidad de escribir historias.
Al final de escribir miles de paginas y pensando que pondría a cavilar a miles de futuros lectores, cogió el enorme mazo de papeles cosidos con cuerda resistente y lo metió en una maleta de cartón endurecido. Subió al colectivo con gran esfuerzo y se dirigió a la editorial de mayor renombre y donde conocía a uno de los correctores.
En la puerta del edificio editorial le preguntaron por sus intenciones, y señalando la maleta le indicó al portero que traía un importante tesoro.
Nunca le permitieron subir, ni incluso pasar de la puerta del edificio. Su amigo el corrector, disimuló con la amistad que les unía y solo le permitió el favor de aceptar una de las historias para leerla no sin antes prometerle que la pasaría al responsable de las publicaciones. Pero que era muy importante que no se hiciera significar, porque la política editorial de la empresa iba muy unida a la discreción y a la ausencia de estridencia de los escritores, que incluso firmaban un manifiesto de comportamiento correcto y de escrituras adecuadas, dejando al responsable la interpretación de adecuada.
Algo confuso y no permitiéndole dejar la maleta de cartón con sus escritos, volvió a subir al colectivo arrastrando su pesada carga, además de subir los sesenta escalones de su empinada escalera que conducía a su tabuco mísero. No obtuvo respuesta nunca de la editorial, ni jamás le propusieron participar en premios literarios, de tan frecuentes promoción para las empresas de ediciones literarias. Incluso cuando se produjo esa crisis de valores imaginativos y se publicaba todo, hasta las etiquetas de productos de farmacia, nadie se acordó de Eufrasio que continuaba escribiendo historias que planteaban un desarrollo pero que dejaban a criterio de lector el desenlace de las laicas historias.
MIAMI 1 de julio de 2007