Siempre tuve el deseo de
estar protegido por el regazo de una mujer. Nací en el seno de una
familia adaptada a tiempos modernos, de manera que nací en mi
domicilio y atendida mi progenitora por una partera que también
usaba maneras muy avanzadas. Cuando me enfrenté al mundo, pasé de
las manos de la partera al pecho de mi madre, donde con sus cálidas
manos sentí los primeros latidos de un corazón que me demostraba
cariño. Después, y siguiendo los consejos de la matrona metió un
pezón en mi boca, donde se derramaba un liquido dulce y templado.
Pasé por muchas manos,
manos ásperas en ocasiones y otras suaves y acogedoras. Pero los
regazos lo identificaba de inmediato, era mi madre que me acogía con
dulzura y me apretaba sobre sus pechos. Recuerdo el olor y la tibieza
de su piel, su voz templada que no alteraba mis frágiles oídos,
hablándome con la suavidad que me producía placer.
Luego un largo periodo
donde ningún regazo me acogía, quizás no era costumbre y las
personas se reconocían frotándose las mejillas o tocándose las
manos. A veces, cuando reconocía alguna persona que añoraba,
intentaba abrazarla a la manera de estrechar su regazo, pero era
rechazado con malas maneras por ser una costumbre atrevida. Y más
atrevida aún cuando siendo un joven ya en edad de sexualidad
despierta, intentaba estrechar mi cuerpo contra una amistad, eso se
consideraba un atrevimiento de una persona degenerada.
Así que fui olvidando
las agradables sensaciones de encontrarme acogido por un regazo y
pase a engrosar las nóminas de los convencionalismos sociales, que
se saludan golpeando la espalda o estrechando las manos sudorosas y
la más de las veces ásperas.
Después me fui
convirtiendo en un ser huraño, cuando ya la vida me había dado todo
lo que deseaba, y los placeres se fueron apagando y desdibujando.
Pero sintiéndome solo y ausente de las requerimientos de los demás,
pensé que, quedándome ya poca vida quisiera elegir un regazo donde
pasar los últimos momentos de mi estancia en la vida de por aquí.
Pero, como ya era lógico
mi madre había desaparecido y no podía acogerme en su regazo. Miré
lo más cercano y deduje que fuera mi familia. La madre de mis hijos,
estaba más ocupada en hacer acogedora su vejez atendida por
extraños, y ya le había atacado esa terrible enfermedad de los
mayores, el tedio. Mis hijos razonaron entre risas, porque sus
múltiples ocupaciones seguro que no le permitirían disponer de ese
tiempo, y ya cuando se presentara la necesidad se buscaría alguna
solución. En fin lo de siempre, excusas y miedos para enfrentarse a
una muerte acompañado, que era lo único que yo deseaba.
Y cuando llegó, a saber
ahora, estoy solo, me acompaña un terrible dolor en el pecho y nada
de fuerzas para moverme y pedir una regazo donde morir. Así que con
los últimos estertores de mis parcas fuerzas he escrito estas notas,
no dejéis de elegir un regazo que os acoja en los últimos momentos
de vuestra corta vida, seguro que será el último placer de lo que
llamamos vida.
INDALESIO mayo 2013