Cuando fueron dadas las campanadas de las doce de
la noche del 24 de Agosto me encontraba acompañando al vigía de
guardia del puente. Lo recuerdo porque fue la noche que avistamos el
carguero “La Asunción” con la única luz de que llevaba
encendida, la luz de alcance. Ambos pasábamos algunas guardias
juntos, más para hacernos compañía que por amistad, ya que era
raro que hablásemos, porque yo no sabía que podía contarle y él
era tartamudo y sé avergonzaba al hablar. Pero enfundados en
nuestras pellizas y apoyados en borda del puesto de vigilancia del
puente, fumábamos algunos cigarros que tanto nos gustaban “Abdulas”
que habíamos comprado en el puerto de Ankara. El vigía tenía buena
vista y apenas percibió oscilante la luz de alcance del carguero, se
movió con brusquedad como si nos fuera la vida, y entró en el
puente de mando con el brazo extendido en dirección al carguero, y
sin la más mínima duda gritó COLISIÓN.
La respuesta de la tripulación de guardia fue
mucho más lenta, a pesar de la presencia del Sobrecargo de jefe de
guardia. Desde que se desconectó el automatismo y se viró la caña
a estribor pasaron unos diez minutos, como le informé al Capitán
con posterioridad. Ese tiempo de respuesta hizo que pasáramos a
escasos diez metros del carguero, y pudiéramos contemplar lo
absolutamente vacío que se encontraba. Ninguna luz en el puente de
mando, aunque algún reflejo daban las luces del cuadro de mando y
emisoras, ningún ser humano en sus cubiertas, y como único sonido
el ronco runrún de los motores diesel. Por lo hundida que se
encontraba su línea de flotación, sospeché que se encontraba lleno
de carga, y por el tipo de flete que parecía su carga era grano,
aunque bien podía confundirme. Solo el vigía y yo mismo fuimos los
testigos de aquel espectro, ya que el resto de guardia se encontraban
muy ocupados en la realización de la maniobra. Cuando de nuevo el
rumbo se estabilizó y salió el Sobrecargo al puente de vigilancia,
“La Asunción” había quedado por nuestra aleta de babor ya fuera
de peligro y sin que se pudiera saber nada más por la observación
de aquel fantasmagórico barco.
Cuando el Capitán subió a la sala de guardia, la
distancia que nos separaba eran al menos tres millas, y solo una
tenue silueta algo más oscura podía identificarlo como un barco a
la deriva. El capitán dio orden de virar la caña a estribor y
gradualmente fuimos volviendo sobre las aguas que habíamos navegado,
y en la misma proporción disminuyendo la velocidad, hasta que
volvimos a ver al “La Asunción” por la popa con su luz de
alcance. Ahora ordenó acompasar la velocidad de ambos buques y
entonces se dirigió al radio telegrafista y le pidió que se pusiera
en contacto con el armador del buque y que intentara igualmente
realizar llamadas al barco que nos precedía.
Varias horas tardó nuestro experto capitán en
decidir y en recibir autorización para abordar la motonave a la
deriva, ver que es lo que había sucedido, y tomar el mando del
buque, para llevarlo a buen puerto. Habló con el Sobrecargo, le dio
instrucciones de lo que debía hacer, y al vigía y a mí mismo nos
ordenó ponernos a disposición del Sobrecargo, siempre y cuando
estuviésemos dispuesto a recibir una parte importante del botín que
podíamos rescatar. Sin objeciones y algo nerviosos abordamos nuestra
misión con bastante celeridad, ya que el tiempo era benigno y el mar
calmo, y pudimos ser trasladado por nuestro bote auxiliar sin grandes
dificultades, salvo el trepar a cubierta por un cabo que había
lanzado nuestro nuevo Capitán y que oscilaba como un diablo,
golpeando de continuo contra las amuras, nuestros indefensos cuerpos.
Lo que vimos después de que hubimos inspeccionado
el barco, fue tan grave que nuestro vigía nunca más volvió a
pronunciar palabra alguna, y el Sobrecargo y yo, tuvimos que volver a
nuestro barco cargando con el vigía que había quedado tetanizado y
era incapaz de mover miembro alguno. El Capitán ordenó cambiar de
rumbo y alejarnos lo más rápido de la compañía de aquel mal
hallado buque fantasma. El Sobrecargo al llegar a puerto, le fue
asignado la dirección de una factoría ballenera en las Islas
Tobago, que se pensaba potenciar y que con el paso de los años nunca
llegó nada, salvo nuestro intrépido Sobrecargo. Y en cuanto a mí,
fui autorizado a contar los hechos ocurridos, después de no muchos
pleitos, recursos y contrarecursos, pero que por mi perseverancia y
con el dinero de mi abuela conseguí la autorización que me
correspondía, pero jamás nadie quiso escuchar mí historia y lo que
la escucharon lo más que hicieron fue esbozar una sonrisa y
aconsejar que mi internaran en una residencia de enfermos mentales
que poseía la Mutualidad de Empleados de la Mar, y desde donde
pienso continuar mi lucha para que alguien crea la verdad de lo que
pasó en el buque “La Asunción”.
INDALESIO