Estaba
sentado tranquilamente escribiendo cuando algún bicho me aprisionó
el talón izquierdo con tenazas de queratina dejándome paralizado de
dolor. Fui incapaz de moverme porque me aterraba conocer la causa.
Sabía que en cuanto comprendiera de qué se trataba se terminaría
todo, pero no podía separar la vista de lo que tenía delante ni
tampoco podía alejar el sillón e inclinarme para mirar. Mientras
tanto, el pánico al necesario gesto que debería hacer trasladó el
malestar desde el talón al cerebro. Ya no sentía la pierna que
estaba como acolchada. El punto donde se agarraba el insecto, porque
entendí que tendría que tratarse de un invertebrado, coincidía con
el centro del alma: sufría en toda mi extensión física y mental.
Había dejado de ser hombre para convertirme en un ascua de pavor,
así que el temblor que me agitaba consensuaba con el resto de
padecimientos. Desear la muerte en esos momentos era lo más
coherente pues lo pedía mi fragilidad. Aunque había especulado
muchas veces con el pensamiento de que todo es relativo, fue entonces
cuando comprendí que esa presunción no es cierta. Puede que se
tolere como versión intelectual de un drama imaginario, pero como
pesadilla que te arrasa y te paraliza dejándote sin opciones, es
inapelable. Lo más notable fue que perdí la capacidad de decidir,
me quedé en blanco en lo que se refiere a voluntad. Ya no me
importaba el cangrejo o lo que fuera por donde había empezado todo,
mi corazón era una llaga hirviendo que producía algo mucho peor que
dolor; era la angustia infinita de todas las desesperaciones del
universo concentrada como debía estar la energía antes de la
explosión primigenia y a ella me entregué con esperanza de paz.
Ahora lo entiendo.
CIRANO