Hacia menos de
dos meses que me había jubilado, y una ferviente hiperactividad inundaba mis
primigenios días. Una de las muchas actividades era mejorar mi condición
física, que estaba muy alterada por tantos años de laborar con mínima
repercusión sobre mi ajado cuerpo.
Caminaba dos
horas, y lo consideré suficiente. Pero no estaba cerrado a otras actividades,
así que cuando me llamó Decudermo para pasear por los andurriales del Acueducto
de San Telmo, con la compañía del frenopático Byung-Chul-Han me pareció una
magnifica idea.
Ignoro los
porqués, pero Decudermo mantenía una pasión desaforada por recorrer los siete
kilómetros del acueducto, y cada dos meses como mucho lo paseaba sujeto a sus
dos bastones. Todos sabíamos que años atrás, en uno de sus intensos recorridos
había ocurrido un accidente, que le había costado un severo disgusto, porque en un puentecillo
del acueducto habían encontrado el cadáver de una mujer joven en avanzado
estado de descomposición. El cadáver lo reconoció Decudermo como perteneciente
a una amiga personal con la que mantenía una intensa relación amorosa y que
había desaparecido hacia dos meses. El estaba bajo sospecha y se encontraba
sujeto al procesamiento judicial, debiendo presentarse en el juzgado
semanalmente. Quizás por ese motivo se
hacia acompañar por Byung- Han, personaje que le daba una estabilidad física y
emocional a muchos de sus arriesgados recorridos accidentados.
Yo, por
supuesto ignoraba esa parte de la vida de Decudermo, solo había escuchado algún
cotilleo pero carente de toda verosimilitud.
Me citó en el
amanecer de un lunes, en los arrabales de la entrada norte de la ciudad, donde
comienzan las primeras construcciones del acueducto, sobre un cauce
rigurosamente seco de un río que hacia años no trabajaba su cauce. Me sentí
algo desprotegido, cuando avizore la gran cantidad de herramientas que sacaban
de las mochilas, bastones, cabos, botas, linternas, cascos y una interminable
cantidad de medidas de seguridad. Yo
solo una mochilita con una botella de agua y un chubasquero. Al fin no me
habían dicho que llevara más preparos, y además no creí fuera necesario todas
estas parafernalias para un simple paseo sobre un cauce seco. Les pregunté y solo
me dijeron que era una rutina fruto de
costumbres de años y por la precaución que se aconseja.
La primera
media hora la recorrimos sobre el cauce
del río, con algunos restos de las conducciones destruidas por el tiempo
y por la fuerza de un río que quizás años atrás llevara agua. Decudermo nos fue
contando algunos aspectos de la historia de la construcción de la faraónica
obra de ingeniería hidráulica, y mantenía un correcto equilibrio enseñándome
por donde ir, por donde pisar y los cuidados a tener. Byung caminaba absorto en
sus ensoñaciones y más pendiente de su marcha que de nosotros dos.
Noté a
Decudermo más nervioso de lo habitual, pero tampoco lo había acompañado por el
campo en otras ocasiones, así que le di algo de conversación con carácter superficial
y lo que permitiera el resuello. Hicimos una parada y bebimos agua, hacía calor
y ya el sol picaba incluso a través de la ropa. Decudermo se giró y apoyándose
en sus bastones me dijo:
-
Ahora viene la parte más delicada, veras se tiene que
pasar por un puente estrecho durante cien metros y sin protección lateral, ¿tú
que tal vas?
-
Pues me imagino que lo podré soportar, aunque realmente
padezco de un severo vértigo, pero en alturas muy grandes.
Subimos hacia
el acueducto y continuamos la marcha. Sendero ocupado la mitad por la
conducción de agua y por el paso para
personas. Sentí unas mariposas en la barriga cuando la ruta se abrió de foresta
y me quedé en un puentecillo de unos quince centímetros con un pie delante y
otro detrás.
Fue entonces
cuando me atacó.
Una crisis de
pánico invadió mis sentidos y mi mente se nubló, atenazado sentí algo tan
desagradable que deseé arrojarme desde la altura del puente. Entonces escuché
la voz de Byung que me gritaba:
-
Dobla las rodillas y cierra los ojos. Respira fuerte y
arrástrate hacia atrás.
Sentí que la
vida se me acababa y que no podría soportar la sensación de perdida de contacto
con la tierra, grité y creo que incluso me meé encima. Lentamente me deslicé
lateralmente hacia el precipicio, deseando que todo aquello acabara de una vez
y no sentir el sufrimiento de vacío. Mi cuerpo se quedó suspendido y mis manos
me sujetaban del lateral del acueducto. Entonces escuché a Decudermo junto a mi
oreja que me pedía tranquilidad, mientras Byung pasaba una cuerda por mi pecho
y lo sujetaba a un bastón atravesado en la acequia. Desplazándome lateralmente
me fui acercando hacia el inicio del puente donde el contacto con la tierra me
hizo comenzar a sentir algo de seguridad con mi vida.
Con la uñas
descarnadas y babeando me tendí en el inicio del puente, y cuando levanté la
cabeza escuché como Decudermo emitía unos hipidos y tapaba su cara con ambas
manos. Le pregunté que le pasaba, porque me correspondía a mí, el llanto, pero
su desconsuelo era grande y profundo.
Al rato nos
contó que en ese lugar había encontrado el cadáver de Clara y que posiblemente
le había pasado algo parecido, porque ella también sufría de vértigos en las
alturas, y que toda aquella situación que ahora habíamos vivido le había hecho
revivir todo lo anterior, y que jamás volvería por aquellos andurriales, al
menos hasta que no arreglaran la seguridad de aquellos puentes del acueducto de
san Telmo.
CIRALECIO Septiembre 2014