lunes, 12 de febrero de 2018

VENDEDOR







Era frecuente ver por nuestro barrio vendedores ambulantes, estaba algo apartado y las comunicaciones eran bastante precarias.
El que más recuerdo era Juan, el marengo que llevaba dos cenachos con pescado del día. Solo podía ir a un barrio, porque al paso de algunas horas a los pescados se le enturbiaban los ojos y ya nadie los compraba. El truco consistía en dejar que el pobre Juan subiera las empinadas cuestas del barrio ofreciendo su producto, y comprarlo cuando ya iba de vuelta desesperado porque no la había colocado. Su imagen era inconfundible, una boina negra y pequeña le coronaba su cabeza de pelos blancos, y una perenne colilla de un cigarro Ideal en la comisura de sus resecos labios. Siempre iba sin zapatos ni alpargatas, me fascinaban esos pies gruesos y siempre a la vista por los pantalones remangados.
La otra persona que se instaló en mis recuerdos, ignoro su nombre, porque solo venía una vez cada tres meses o similar, era un apicultor que vendía su producto, miel de abejas. Me despertaba curiosidad porque llevaba siempre una mula con las cantaras de miel en ambos lados, y por su indumentaria, un sombrero de paja y ala ancha y un babero de tela de franela de color oscuro y abotonado debajo de la barbilla. Tenía la costumbre de llamar por el portón de debajo de la terraza y ofrecía sus productos, algo que solíamos comprar por ser mi padre bastante goloso.
No tendría yo más de diez años, cuando presencié una escena que me impacto para muchos años. Aquel día mis padres no estaban como así se lo anuncié al campesino de la miel, él tiró bruscamente de la serreta del animal que pegó un salto y se golpeo en un miembro delantero cayendo al suelo con la pata quebrada. El trabajador de la miel se mordió el labio inferior con un gesto de rabia, enderezó las cantaras de miel que empezaban a manar por su boca, mientras el animal intentaba enderezarse. Él le tranquilizo, hablándole con voz firme pero sin brusquedades, mientras colocó las cantaras en posición vertical, y le quitó las alforjas de sujeción.
Se sentó a su lado y le acarició la quijada, mientras el animal resoplaba, levantó la cabeza y me preguntó si por el barrio había algún veterinario. Le conteste que cerca vivía uno que trabajaba en el ayuntamiento, y fui avisarle. Cuando vio al animal, le preguntó que edad tenía, le dijo que mucha, aunque no podía precisar. Le miró los dientes y los ojos, y le dijo con cautela, este animal tienen mucha edad para recuperarse, así que le recomiendo lo que usted ya sabe. Se incorporó, le puso una inyección en las ancas traseras y el animal se tranquilizó. El veterinario se fue, sin recibir emolumento alguno, y le dijo: “ya tiene usted bastante con la perdida del animal”. El trabajador de la miel, se quitó su sayo, sombrero y camisola y me pidió un pico y una pala. Yo estaba en las escaleras sentado y preguntándome que es lo que allí pasaba, me limité a suministrarle pico y pala y volví a mi observatorio. Cuando levanté la mirada, vi como levantaba el pico y en posición travesera golpeo la cabeza del animal sonando como si estallará algo hueco. Aquel sonido y la violencia que representaba me hicieron levantarme y correr completamente despavorido.
Cuando pude compartir con mis hermanos la escena, volvimos al lugar de los hechos, el hombre se encontraba terminando de extraer la tierra de la fosa que estaba haciendo para el animal, que yacía inerte a su lado. Al terminar empujo la mula al foso y lo cubrió.
Mis padres acudieron, y el campesino les pidió poder dejar la miel hasta el día siguiente sobre unas plataformas con agua para evitar las hormigas y demás insectos. El día siguiente acudió con otro jamelgo y se llevó las cantaras de miel, nunca más volvió a ofrecer su producto. Mis padres clausuraron aquella entrada de la casa, y a la escalera y puerta les llamábamos “la entrada de la mula”.

INDALESIO Agosto 2013