martes, 7 de agosto de 2018

MÉDICO RURAL






Trabajé durante cuarenta y cinco años en el Hospital de mi ciudad. Accedí después de una severa preparación académica y unos años de práctica en lugares apartados del campo español, algo que me resultó muy provechoso, ya que me tenía que enfrentar a muchos asuntos de salud con una formación más teórica que práctica. Con enorme fortuna no tuve que enfrentarme a ninguna complicación grave y me gané el sobrenombre del Doctor Carreras el iluminado. Durante los dos años que pasé en aquella población con doscientos habitantes, decidí mantener una relación cordial y benefactora, estableciendo una relación económica con igualas muy ajustadas y posiblemente muy equitativas. Me gané el afecto de muchos campesinos y el desafuero de los poderosos, pero yo me sentí muy satisfecho porque noté algo nuevo en mi corta experiencia, el respeto de los paisanos.
Cuando se corrió la voz maliciosa de que me iba a la ciudad, me asaltaron amigos y vecinos para presionarme y retenerme, así que tuve que salir en las horas en que se escuchaba “el parte” y con la ayuda de Frasquito el aguador, con una de sus mulas. Me llevó los bultos y la maleta de cartón hasta la parada de autobús, y me abrazo agradeciendo los servicios prestados al pueblo y él en representación de la comunidad del pueblo, como alcalde pedáneo que era. Casi muero de frio dentro de la caseta de parada, tardó más de dos horas y cuando llegó estaba tiritando de frio y abrazado a uno de los bultos que contenía ropa. Tardó más de una hora en cesar la tiritóna, pero me libré de nuevas calenturas, ya que el autobús no volvió a parar hasta llegar a la ciudad, estando la temperatura por encima del cero grado. Llevaba dos mil pesetas como todo ahorro de mis dos años en el pueblo y con la venta de las igualas, algo que dejé a buen recaudo con Frasquito. Después de dejar mis cosas en una taquilla de la estación, recorrí varias posadas y casas con alquiler de habitaciones, en una de ellas me quedé a razón de cincuenta pesetas a la semana con derecho a almuerzo y cena.
Al día siguiente me lancé a la calle en busca de lo que andaba queriendo encontrar, pero volví a la necesidad de alimento y a un tenue descanso. Luego me fui directamente al Sanatorio de la Inmaculada, pero ya no quedaban ningún directivo, salvo el médico de guardia. Me presenté a él y cuando le dije que era médico, me obsequió con una poderosa sonrisa, me ofreció hacer la guardia suya por veinticinco pesetas. Intente poner escusas pero me convenció pensar que era el mantenimiento de media semana. Según él, no había trabajo y si algún interno se ponía pesado se le ponía media ampolla de Largactil y ningún problema. Y ocurrió, no una sino cinco llamadas de urgencia, al menos la enfermera era una mujer con amplia experiencia y que me propuso algunas soluciones que me parecieron muy acertadas, y tanto que al día siguiente me ofrecieron la plaza de médico de urgencia y despidieron al espabilado que me vendió su trabajo. Allí duré cinco años, simultaneando con el Gran Hospital donde me habían aceptado para hacer las rotaciones de las especialidades.
INDALESIO