Trabajé
durante cuarenta y cinco años en el Hospital de mi ciudad. Accedí
después de una severa preparación académica y unos años de
práctica en lugares apartados del campo español, algo que me
resultó muy provechoso, ya que me tenía que enfrentar a muchos
asuntos de salud con una formación más teórica que práctica. Con
enorme fortuna no tuve que enfrentarme a ninguna complicación grave
y me gané el sobrenombre del Doctor Carreras el iluminado. Durante
los dos años que pasé en aquella población con doscientos
habitantes, decidí mantener una relación cordial y benefactora,
estableciendo una relación económica con igualas muy ajustadas y
posiblemente muy equitativas. Me gané el afecto de muchos campesinos
y el desafuero de los poderosos, pero yo me sentí muy satisfecho
porque noté algo nuevo en mi corta experiencia, el respeto de los
paisanos.
Cuando
se corrió la voz maliciosa de que me iba a la ciudad, me asaltaron
amigos y vecinos para presionarme y retenerme, así que tuve que
salir en las horas en que se escuchaba “el parte” y con la ayuda
de Frasquito el aguador, con una de sus mulas. Me llevó los bultos y
la maleta de cartón hasta la parada de autobús, y me abrazo
agradeciendo los servicios prestados al pueblo y él en
representación de la comunidad del pueblo, como alcalde pedáneo que
era. Casi muero de frio dentro de la caseta de parada, tardó más de
dos horas y cuando llegó estaba tiritando de frio y abrazado a uno
de los bultos que contenía ropa. Tardó más de una hora en cesar la
tiritóna, pero me libré de nuevas calenturas, ya que el autobús
no volvió a parar hasta llegar a la ciudad, estando la temperatura
por encima del cero grado. Llevaba dos mil pesetas como todo ahorro
de mis dos años en el pueblo y con la venta de las igualas, algo que
dejé a buen recaudo con Frasquito. Después de dejar mis cosas en
una taquilla de la estación, recorrí varias posadas y casas con
alquiler de habitaciones, en una de ellas me quedé a razón de
cincuenta pesetas a la semana con derecho a almuerzo y cena.
Al
día siguiente me lancé a la calle en busca de lo que andaba
queriendo encontrar, pero volví a la necesidad de alimento y a un
tenue descanso. Luego me fui directamente al Sanatorio de la
Inmaculada, pero ya no quedaban ningún directivo, salvo el médico
de guardia. Me presenté a él y cuando le dije que era médico, me
obsequió con una poderosa sonrisa, me ofreció hacer la guardia suya
por veinticinco pesetas. Intente poner escusas pero me convenció
pensar que era el mantenimiento de media semana. Según él, no había
trabajo y si algún interno se ponía pesado se le ponía media
ampolla de Largactil y ningún problema. Y ocurrió, no una sino
cinco llamadas de urgencia, al menos la enfermera era una mujer con
amplia experiencia y que me propuso algunas soluciones que me
parecieron muy acertadas, y tanto que al día siguiente me ofrecieron
la plaza de médico de urgencia y despidieron al espabilado que me
vendió su trabajo. Allí duré cinco años, simultaneando con el
Gran Hospital donde me habían aceptado para hacer las rotaciones de
las especialidades.
INDALESIO