Muchos de aquellos veranos me
aburría, vivía en un barrio apartado y residencial, cuya población tenía una
media de edad avanzada. Así que me críe observando personas y vidas. La casa de
mis padres estaba situada al final de la carretera y justo delante había un
llano donde los vehículos daban la vuelta y también daba acceso al garaje del
coche de mi padre. Allí en aquel llano me sentaba a observar idas y venidas, y
a esperar la llegada de mi padre para abrirle el garaje.
Una mañana me encontraba sentado
en el murete de delimitación del llano, estaba enfadado porque mi madre me
había obligado a ponerme un sombrero de paja en la cabeza para evitar la
solanera, y yo un chico de ocho años parecía ridículo con aquel sombrero tan
grande y tan raído.
Me divertía identificar por el
ruido del motor quien era y saludarlo, parece ingenuo pero no había otra cosa
que hacer en aquella hora tan matutina. Refunfuñando me encontraba cuando
escuché un ruido muy intenso y no conocido, me levanté sobre el murete para
observar quién podría ser, y era un ingenio no conocido por mi, sobre tres
ruedas. Una motocicleta que runruneaba con severidad y que llevaba adosado a un
lado un aditamento en forma ovalada y abierto en su parte superior,
posiblemente para transportar personas, pero que en este caso transportaba
objetos sujetos con cuerdas y que abultaban de forma considerable. Sin pereza y
sujetándome el puñetero sombrero me acerqué a aquel desconocido engendro
mecánico, ya que se paró en el radio de mis dominios, en el inicio del llano,
justo en la puerta de los vecinos que conocía, la Familia Santos.
El conductor continuaba sentado
en el sillín de la moto, llevaba guantes de cuero y un casco también de cuero,
su mano derecha reposaba sobre los bultos que llevaba el side-card y parecía
descansar. Giré entorno al engendro, que era de color crema y su pintura en
perfecto estado, el escapé no dejaba de humear porque permanecía en
funcionamiento, hasta que el conductor giró una llave que cesó el ruido de
forma brusca y con unos tosidos agónicos.
Me encontraba muy pegado al
vehículo y el conductor alargó la mano y me tocó el sombrero, preguntándome de
donde lo había sacado, me retiré a una distancia prudencial como me habían
enseñado y continué observando los mecanismos de la moto. El hombre se
incorporó levantándose, era obeso y un bigote de pelo negro que cubría el labio
superior y se metía dentro de la boca,
levantó la pierna izquierda y apareció un enorme zapato en forma de bota
de color negro y de tamaño menor que uno normal. Aquella bota tenía una suela
gruesa y de altura importante, y en la superficie unos profundos y llamativos
surcos de arrugas, coronado todo por unos cordones redondos y bastante
gastados.
La moto y su aditamento perdió
interés y todo se centro en contemplar aquel monstruoso artilugio que albergaba
el pie izquierdo. Cuando el conductor se puso de pie y caminó para acercarse al
aditamento de transporte, comprendí que era cojo por las enormes oscilaciones
que realizaba para poder caminar.
Le pregunté que le había pasado
para llevar aquel zapato tan especial, sonrió y me dijo que le había mordido un
marranillo cuando era pequeño. Me separé de aquel hombre, sentí lastima por lo
que debería haber sufrido y corrí hacia mi casa lleno de pánico y horror.
Se instaló en la casa de la
Familia Santos y desmontó el side-card donde transportaba sus enseres
personales, todas las operaciones las
fui vigilando desde el altillo de mi casa, y permanecía seducido por aquel
zapatón tan voluminoso.
Mis padres me dieron algunas
explicaciones, pero me ordenaron mantuviera
una prudencial distancia de aquel hombre cuya filiación aun desconocían. La
semana siguiente ví la moto en la puerta de su casa, me acerqué y acuclillado
miraba el mecanismo que tanto me seducía, era una moto ISSO, con un ventilador
lateral. Sin darme cuenta, el conductor estaba junto a mi cuerpo, me preguntó
que me llamaba la atención, no sin darme un gran susto, aquella bota había
estado a menos de un paso de mi cuerpo. Me separé de él y desde una distancia
le respondí que lo que más me llamaba la atención era su zapato, el me miró con
suavidad y me dijo que cuando el pudiera me daría un paseo en la moto, y quizás
otro día me enseñaría el pie. Corrí hacia mi casa asustado y horrorizado de
poder ver aquel pie amputado por una cría de cerdo, decidí mantener una
prudencial distancia.
Dos semanas después mi padre nos
informó que aquel hombre, que se llamaba Ángel Llanina y del gremio del
Comercio y Representaciones, había tenido un accidente cayendo en las vías del
Tranvía y sufriendo la amputación de la pierna enferma, fruto del accidente
había muerto en el Hospital Provincial.
Algunas noches desvelado, me
viene al recuerdo aquel zapato negro que
tapaba la mutilación de un pie.
INDALESIO Agosto 2013