Joaquín caminaba con pasos distraídos mirando todos
los rincones de la calle, llevaba unos enormes lentes que por su peso
le resbalaban por su arrugada nariz sudorosa. Hacia varios años que
acudía, al menos tres veces en semana con un saco en su espalda
lleno de perchas, visitando casas y ofreciendo las útiles perchas
que siempre echamos en falta.
Su cara denotaba que vivía para otro mundo, y es de
esas personas que desconocemos lo que sufría porque es difícil
relacionarse con ellas. Gritaba con voz ahuecada el nombre de su
producto, mientras con su pie golpeaba un guijarro, e insistía con
meticulosa prontitud de nuevo con el grito de Percchhass. Hacia
tantos años que vivía entre nosotros que le habíamos perdido el
respeto que en un principio le teníamos, por la rareza de su cara,
de su lenguaje y de su manera de comportarse.
Cuando oíamos su reclamo, le acechábamos, y cuando
divisábamos su desgarbada figura, le llamábamos por su apodo
“Perchas”. Aquello por no sé que extraño motivo le enfadaba, y
comenzaba una retahíla de voces llamándonos por nuestros nombres,
con voz bronca y lastimera. Cuando callaba, de nuevo lo provocábamos
y volvía a insistir repitiendo nuestros nombres, hasta que nos
identificábamos por pura conmiseración o por reclamo de algún
vecino cansado de escuchar los gritos. Con los años perdió la
visión y llevaba una gancha con la que golpeaba el suelo mientras
acudía a las casas, no ya para vender perchas sino para recibir
alguna ayuda con la que subsistir. Cualquier voz o ruido que escuchaba la
identificaba con una exactitud que inducía al miedo.
INDALESIO