viernes, 6 de diciembre de 2013

NADA


                                            

    
Preparaba la asignatura de Microbiología, y desarrollaba algún método que me permitiera recordar la enorme cantidad de familias de bacterias y demás parásitos que tenía que memorizar. Lo digo porque aquella tarde tome café y una centramina para sacar provecho de las pocas horas que me quedaban para el examen final de la materia. Me senté colocando un cojín bajo mis nalgas y un calefactor de resistencia  para combatir el frío. Había decidido que las manchas de la pared me servirían para recordar características de los estafilococos, de los enterococos y demás ralea, de forma que la pared de la derecha que tenía un saliente con una enorme cantidad de botes de dexedrinas y demás estimulantes, representaría características más relevantes de los cocos, la de la izquierda con ventanales y enormes manchas de humedad, los bacilos. De forma que recordaba con mayor facilidad las características y defectos de las paredes de la sala de estudios del piso donde vivía, que la retahíla insufrible de mis dichosas bacterias.
Como decía, me había sentado con todos los medios en la silla con cojín, cuando sonó el telefonillo de la puerta de acceso de la calle. Juré en arameo y maldije al inoportuno, pero no pude evitarlo y ante la insistencia decidí  mandar hacer puñetas al inoportuno. Pulsé el portero automático pero no pregunté el nombre de la molesta visita, así no tendría complicidad con nadie. Escuché desde la puerta, los pasos vacilantes de una persona que arrastraba los pies, y golpeaba las paredes quizás con las manos. A los pocos minutos apareció un conocido de la facultad y vecino de mi misma ciudad, con el que me unía una amistad, si bien no estrecha si de antigua. Traía la cara desencajada, la boca abierta y los ojos bailándoles en sus alojamientos, la boca llena de saliva y saliendo por encima del labio inferior. Balbuceaba sin reconocer nada de lo que decía, y dirigiéndose hacia mí se abrazó, deslizando su cuerpo hacia el suelo.
Aunque reconocí a Gustavo, sentí la necesidad de gritar para pedir ayuda, más fruto del pánico que de necesidad de ayuda, pero nada ni nadie respondió, aunque se escucharon las tapaderas de las mirillas de las puertas batir su giro de ojo avizor. Lo sujeté de los brazos y lo introduje en la casa arrastrando, hasta llegar a la habitación de Miguel mi compañero de piso, donde lo tendí sobre una raquítica  colcha.
Limpié su cara con una toalla y así pude comprobar que sus ojos no paraban de moverse y dirigiéndose  siempre al mismo ángulo superior y derecho de sus cuencas. Resoplaba con un profundo sueño y movía los labios al salir el aire por su boca. Me di cuenta por el olor que se había cagado y meado encima, lo cual me hizo sentir compasión a pesar del asco que me dan esas cosas. Le quité los pantalones y lo envolví en una sabana blanca, pendiente de después completar la higiene.
Mientras completaba estas faenas, se fue tranquilizando y cayó en un profundo sopor. Ignoraba si avisar urgencias o esperar que estuviera más despierto para acompañarlo al Hospital Universitario. Como parecía tranquilo decidí esperar y valorar que pasaba durante las siguientes horas.
No pude estudiar, nada conseguía retener, incluyendo el sistema de memorizar que había elaborado, además cada diez minutos me llegaba al cuarto para comprobar su estado, y continuaba igual, dormido profundamente.  Pasó la noche y mi situación se hacia más inquieta, dividida entre la salud de Gustavo y mi inminente examen de Microbiología. A las nueve de la mañana, mi amigo continuaba dormido con una respiración armoniosa y tranquila, yo tomé un café y me fui a la Facultad en un puro estado de nervios y con un agotamiento que solo pude vences con dos cafés más.
El examen fue un fracaso y yo mismo me suspendí no presentando los folios con unas respuestas inseguras e intensamente confusas. Volví derrotado a la casa, además de sueño me sentía inquieto, porque sería mi primer suspenso y yo es no me lo podía permitir, por las becas.
Cuando entré Gustavo no estaba en la cama sino en la ducha, al salir llevaba puesto mi albornoz y su cara estaba radiante y despejada. Le conté lo sucedido y el se rió. Yo enfadado le pedí explicaciones, y el derrapó con otras preguntas, cuando le insistí me confeso lo que nunca creí, que padecía un trastorno en su corteza cerebral que le producía esas crisis comiciales y que desaparecían después de un sueño reparador. Además había olvidado sus pastillas y había tomado alcohol, todo esto reunido produce con toda seguridad una crisis epiléptica.
Yo con una gran dosis de cabreo le pedí que no volviera más por mi casa y que sus crisis las resolviera en su casa o en cualquier otro lugar, pero no conmigo.
Su cara se transformo, y se volvió sería. Se vistió y dando un portazo se fue de la casa, sin darme las gracias y el adiós.

El siguiente curso, estudié  Neurología y pude encontrar y estudiar con horror como reproducía literalmente todos los síntomas que había padecido mi amigo Gustavo. Le busqué por toda la ciudad pero me dijeron que yo no vivía en la ciudad, y que se había tenido que refugiar en casa de sus padres por las crisis no paraban  de condicionarle la vida. Jamás tuve el valor de recordar aquel acontecimiento.     
 INDALESIO 12/05/2013