Preparaba la asignatura de
Microbiología, y desarrollaba algún método que me permitiera recordar la enorme
cantidad de familias de bacterias y demás parásitos que tenía que memorizar. Lo
digo porque aquella tarde tome café y una centramina para sacar provecho de las
pocas horas que me quedaban para el examen final de la materia. Me senté
colocando un cojín bajo mis nalgas y un calefactor de resistencia para combatir el frío. Había decidido que las
manchas de la pared me servirían para recordar características de los
estafilococos, de los enterococos y demás ralea, de forma que la pared de la
derecha que tenía un saliente con una enorme cantidad de botes de dexedrinas y
demás estimulantes, representaría características más relevantes de los cocos,
la de la izquierda con ventanales y enormes manchas de humedad, los bacilos. De
forma que recordaba con mayor facilidad las características y defectos de las
paredes de la sala de estudios del piso donde vivía, que la retahíla insufrible
de mis dichosas bacterias.
Como decía, me había sentado con
todos los medios en la silla con cojín, cuando sonó el telefonillo de la puerta
de acceso de la calle. Juré en arameo y maldije al inoportuno, pero no pude
evitarlo y ante la insistencia decidí
mandar hacer puñetas al inoportuno. Pulsé el portero automático pero no
pregunté el nombre de la molesta visita, así no tendría complicidad con nadie.
Escuché desde la puerta, los pasos vacilantes de una persona que arrastraba los
pies, y golpeaba las paredes quizás con las manos. A los pocos minutos apareció
un conocido de la facultad y vecino de mi misma ciudad, con el que me unía una
amistad, si bien no estrecha si de antigua. Traía la cara desencajada, la boca
abierta y los ojos bailándoles en sus alojamientos, la boca llena de saliva y
saliendo por encima del labio inferior. Balbuceaba sin reconocer nada de lo que
decía, y dirigiéndose hacia mí se abrazó, deslizando su cuerpo hacia el suelo.
Aunque reconocí a Gustavo, sentí
la necesidad de gritar para pedir ayuda, más fruto del pánico que de necesidad
de ayuda, pero nada ni nadie respondió, aunque se escucharon las tapaderas de
las mirillas de las puertas batir su giro de ojo avizor. Lo sujeté de los
brazos y lo introduje en la casa arrastrando, hasta llegar a la habitación de
Miguel mi compañero de piso, donde lo tendí sobre una raquítica colcha.
Limpié su cara con una toalla y
así pude comprobar que sus ojos no paraban de moverse y dirigiéndose siempre al mismo ángulo superior y derecho de
sus cuencas. Resoplaba con un profundo sueño y movía los labios al salir el
aire por su boca. Me di cuenta por el olor que se había cagado y meado encima,
lo cual me hizo sentir compasión a pesar del asco que me dan esas cosas. Le
quité los pantalones y lo envolví en una sabana blanca, pendiente de después
completar la higiene.
Mientras completaba estas faenas,
se fue tranquilizando y cayó en un profundo sopor. Ignoraba si avisar urgencias
o esperar que estuviera más despierto para acompañarlo al Hospital
Universitario. Como parecía tranquilo decidí esperar y valorar que pasaba
durante las siguientes horas.
No pude estudiar, nada conseguía
retener, incluyendo el sistema de memorizar que había elaborado, además cada
diez minutos me llegaba al cuarto para comprobar su estado, y continuaba igual,
dormido profundamente. Pasó la noche y
mi situación se hacia más inquieta, dividida entre la salud de Gustavo y mi
inminente examen de Microbiología. A las nueve de la mañana, mi amigo
continuaba dormido con una respiración armoniosa y tranquila, yo tomé un café y
me fui a la Facultad en un puro estado de nervios y con un agotamiento que solo
pude vences con dos cafés más.
El examen fue un fracaso y yo
mismo me suspendí no presentando los folios con unas respuestas inseguras e
intensamente confusas. Volví derrotado a la casa, además de sueño me sentía
inquieto, porque sería mi primer suspenso y yo es no me lo podía permitir, por
las becas.
Cuando entré Gustavo no estaba en
la cama sino en la ducha, al salir llevaba puesto mi albornoz y su cara estaba
radiante y despejada. Le conté lo sucedido y el se rió. Yo enfadado le pedí
explicaciones, y el derrapó con otras preguntas, cuando le insistí me confeso
lo que nunca creí, que padecía un trastorno en su corteza cerebral que le
producía esas crisis comiciales y que desaparecían después de un sueño
reparador. Además había olvidado sus pastillas y había tomado alcohol, todo
esto reunido produce con toda seguridad una crisis epiléptica.
Yo con una gran dosis de cabreo
le pedí que no volviera más por mi casa y que sus crisis las resolviera en su
casa o en cualquier otro lugar, pero no conmigo.
Su cara se transformo, y se
volvió sería. Se vistió y dando un portazo se fue de la casa, sin darme las
gracias y el adiós.
El siguiente curso, estudié Neurología y pude encontrar y estudiar con
horror como reproducía literalmente todos los síntomas que había padecido mi
amigo Gustavo. Le busqué por toda la ciudad pero me dijeron que yo no vivía en
la ciudad, y que se había tenido que refugiar en casa de sus padres por las
crisis no paraban de condicionarle la
vida. Jamás tuve el valor de recordar aquel acontecimiento.
INDALESIO 12/05/2013