Dedicado al amigo del
alma
y de travesuras Manolo
Vargas
que seguro no se habría
rajado
“como otros”.
Una tarde luminosa de
octubre cuando jugábamos al futbol en el campo de la Fides Bubi y yo
con Pirri el que fue jugador del Real Madrid y de la selección
española, apareció el director Don José Burgos cargado de
autoridad y de malafollá. El juego era fuerte porque Bubi, bastante
mejor que Pirri y, por supuesto que yo, se las tenía con el
profesional que picado mostraba el carácter que más tarde lo
identificaría con la furia española. Poco amigo del deporte varonil
que practicábamos el Burgos bajó al terreno de juego, cuando vio
que ni por gestos ni con gritos le hacíamos el menor caso, para
amonestarnos o, quien sabe, para castigarnos. Sin darle opción a una
cosa ni a la otra salimos disparados cuando lo tuvimos lo
suficientemente cerca como para que nos pudiera echar mano. Después
de unos cuantos regates de cachondeo nos largamos gritando ¡Pepe
Burgos bribón! sin que esto sea una de las hazañas que más me
enorgullecen de mi etapa de mala vida.
El caso es que alejado
el peligro vimos como el ofendido director se dirigía a mi casa con
toda la furia a cuestas, lo que hizo replantearme el horario de
vuelta al hogar que ya iba más que apurado. A mi casa tampoco
podemos ir, razonó Bubi como si tuviéramos donde escoger mientras
bajábamos por Martínez de la Rosa siguiendo los pasos del docente
al que vimos acudir decidido a darle el disgusto a mis padres. Ante
la inminencia del desastre empezó a bullir la idea de emprender una
escapada a Almuñecar donde decía haberse echado novia ese verano el
Bubi. A mi que me atraían las ideas disparatadas más que una huerta
de membrillos me pareció una salida brillante que merecía ser
compartida con otros compinches del barrio. Para que luego no dijera
que no contábamos con él llamamos al Julito desde la acera de
enfrente con el característico silbido y a los dos minutos lo
teníamos a nuestro lado. Me acuerdo como si fuera hoy que nos dijo
muy avergonzado que no tenía motivos para irse de su casa (como si
nosotros los tuviéramos) y que lo sentía mucho pero que no se
escapaba con nosotros. Disminuido en su autoestima y en la nuestra lo
dejamos antes de salir hacia la Redonda en busca de la mar.
Anochecía cuando pasado
el fielato pudimos subirnos a un camión renqueante que nos sacó de
Granada, superó Armilla y tomó la cuesta del Suspiro sin titubear.
Confiados en que nos llevaría por lo menos hasta Motril nos
acomodamos entre los bultos y ya hacíamos planes de vigilancia
cuando el conductor sin parar el vehículo que subía jadeando lo que
el moro subió llorando se asomó al cajón y con más sorna que
enfado nos mandó bajar ¡Ya mismo!
Enseguida nos colgamos a
otro camión más potente al que alcanzamos dadas nuestras excelentes
condiciones físicas y cuando ya subíamos a la caja el canalla
levantó el volquete dejándonos en tierra cansados y maldicientes.
Sin desfallecer lo volvimos a intentar y nos volvieron a desmontar.
En esos tiempos se robaba a los camiones por el mismo procedimiento
que nosotros usábamos: subía el caco más ágil y lanzaba a la
cuneta lo que consideraba que pudiera ser vendido, que prácticamente
era todo, para que lo recogiera el compinche. Aunque nuestras
intenciones eran otras tuvimos que soportar la dureza de la carretera
en las postrimería de los años amargos del hambre. Como a la
tercera va la vencida decidimos seguir a pie hasta donde nos llevara
el diablo que fue Dúrcal a eso de las tres de la mañana y con un
frío que pelaba. Como salimos con lo puesto sin otro abrigo que un
jersey de entretiempo sobre una camisa de manga corta debido a que
por aquellos entonces hacíamos gala de no tener frío aunque nos
heláramos por dentro, la tiritera se podía oír con las persianas
bajadas. Derrotados pero no vencidos, con hambre y frío pudimos
refugiarnos en un corral al que entramos a tientas tras abrir la
puerta con engaño.
Más tarde he sabido que
la fermentación bacteriana que se nutre del estiércol desprende
calor. Aquella noche lo experimenté en propia carne. Nos acurrucamos
sobre lo que creíamos ser un mullido colchón y echamos un sueño
hasta las primeras luces con las que despertamos y vimos la realidad
de la cama que no era otra que un puñado de boñigas frescas. A la
salida del pueblo conseguimos que un camionero nos dejara viajar en
el portante hasta Vélez de Benaudalla donde nos despedimos helados y
hambrientos pero animosos.
Como sospechábamos que
se habría iniciado la búsqueda evitamos las vías principales y nos
dejamos ir por el azud donde fuimos entrando en calor con el sol y
con la fruta que cogíamos con la habilidad adquirida en los hurtos a
la huerta de la Petra y aledaños. Por primera vez apreciamos que la
formación salvaje del barrio no había sido en balde y como
suponíamos, al hacerse tarde en nuestras casas los padres se
movilizaron. Acudieron a Julito quien cantó de plano haciéndose el
santo. También en esto el instinto de mangantes que tanto habíamos
entrenado nos enseñó el buen camino. Que fueron unos montes
interminables, agotadores que nos hicieron sudar la gota gorda hasta
aparecer por las playas de Salobreña donde nos dimos un baño
redentor que disipó al menos del cuerpo el fuerte olor a vaquería
que ya dábamos por nuestro.
Y como cuando las cosas
empieza a ir bien siguen bien, aseados y húmedos porque como es
natural no llevábamos toalla, hicimos auto stop con éxito hasta
nuestro destino a donde llegamos a media tarde. Como Bubi tenía
cinco duros nos compramos sendos bollos y dos latas de atún en una
tienda por la que ya habían pasado los sabuesos en nuestra busca y
desde donde tardaron na y menos en dar la alarma. No habíamos
terminado de comer los mejores bocadillos de nuestras vidas cuando
llegó la pareja pidiéndonos el carnet de identidad. Como si la
prisa con la que salimos nos hubiera permitido, ni por asomo, pasar a
recoger la documentación. Entonces tenéis que acompañarnos al
cuartelillo, nos dijeron sin darnos tiempo a pensar en una fuga. No
nos encadenaron pero nos separaran de manera que no pudiéramos
coordinar la carrera en la que habríamos dejado tirados al par de
gordos que nos conducían.
En
el cuartel estaban nuestras madres echas un mar de lágrimas sobre
todo la del Bubi que siempre fue algo histérica. Nos soltaron sin
dar parte para que todo quedara en pelillos a la mar y sin
antecedentes. Habían venido en un taxi desde Granada y nos
adelantaron en algún tramo del trayecto sin lograr localizarnos,
algo que nos halagó. Durante el tiempo de búsqueda y captura para
aprovechar el viaje al máximo, el taxista había comprado una caja
de chirimoyos que colocó entre las banquetas donde nos tumbamos Bubi
y yo. Tan a mano estaban que nos comimos unos cuantos de postre antes
de quedarnos fritos.
En el trayecto de vuelta
contaron las madres el enfado de Don José Burgos al que habría que
ir a dar la cara y el chivatazo de Julio que fue puesto como ejemplo.
Al llegar a Granada se descubrió la merma de chirimoyos que hubo que
reparar y cada uno recibió lo que de sobra merecía. La escapada,
como es natural, fue muy comentada entre deudos y amigos, lo que vino
a ensanchar la leyenda negra que perseguía a los niños del barrio.
En mi cumpleaños alguien tuvo el humor de dedicarme el disco del
emigrante interpretado por Juanito Valderrama que mis hermanos
tarareaban para mortificarme. El objetivo principal del viaje que era
ver a la niña no se pudo cumplir por la interferencia de los poderes
establecidos, pero quedó pendiente para un segundo intento que
terminó todavía peor que el primero y del que se dará cuenta a su
debido tiempo.
CIRANO