Doña Mercedes Didier escuchó un estruendo, hacia mal tiempo y pensó en una tormenta seca, ya que era verano. Estaba en el salón de la casa leyendo un libro de Charles Dickens, con la ayuda de una lámpara de sobremesa. Levantó la cabeza y pensó en las posibilidades de que fuera truenos y las repercusiones que podría tener. Nada había ocurrido en su larga vida y menos en aquella casa que se encontraba protegida por un gran pararrayos que había colocado su padre hacía treinta años.
Se quitó las gafas de lectura y aguzó el oído para esperar otro trueno, pero solo escuchó ruidos dispersos en el jardín, el resto de la casa se encontraba en silencio como era habitual, después de la marcha del servicio doméstico.
Notó que había más oscuridad de la habitual y entonces pensó en la posible presencia de nubes y que podría llover. Bueno, no vendría mal que el jardín recibiera agua limpia y pura de las nubes y además gratis, nada más oportuno.
Buscó el cortador de páginas que usaba para poder saber donde continuar la lectura, y lo colocó en el lugar donde había interrumpido la lectura. Miró que era la pagina 185 y que correspondía aproximadamente a la mitad del libro, que por cierto le gustaba mucho, aunque era la tercera vez que lo leía.
Durante estos momentos no volvió a escuchar ruido alguno por causa de la climatología, así que decidió tomar un té para calmar sus ruidos intestinales, se levantó y caminó arrastrando los pies hacia el living.
Se recordó que había propuesto caminar levantando los pies, según recomendaciones del doctor Fajardo, después de haberse caído en dos ocasiones por engancharse con la alfombra de la entrada y la del salón, así que comenzó lo que llamaba caminar con paso de Oca, lenta y pausadamente. Aquello le parecía algo ridículo, pero debía ser un buen ejercicio para evitar caídas y para fortalecer los flojos muslos. Se vio en el espejo de la entrada y no le quedo más remedios que reír, aquel ridículo ejercicio le hacia parecer patética. Quizás le sería más fácil usar el bastón y continuar caminando como la naturaleza le mandaba.
Sacó agua del samovar e hizo la infusión con el cariño que le gustaba practicar en la preparación del té. Le bautizo con dos terrones pequeños de azúcar negra, y un par de gotas de ginebra, ya que sentía que aquello le sentaba fenomenalmente para continuar la lectura el resto de la tarde, eso si acompañado por la dulces melodías de música clásica de la radio.
Se sentó en el banco que le permitía descansar sus adormecidas piernas y sorbió el té con autentica fruición. Mientras miró hacia el jardín y comprobó que continuaba muy oscurecida la tarde, pero sin escuchar trueno alguno. Pensó que debía ser algo pasajero porque al fin y al cabo estábamos en el mes de julio y solo podría ser ruidos y poca agua, mañana comprobaría si el césped estaba húmedo. Se asomó por la poterna que daba a la parte posterior de la casa, donde había un tendedero y miró, aunque sabía que la información sería falsa ya que ese tendedero siempre estaba en umbría y no había conseguido que secara las ropas blancas. Continuó sorbiendo el té hasta que lo terminó, lavó la tasa, guardó el bote de azúcar y limpio la cucharilla para guardarla en el cajón. Más reconfortada cogió el bastón y cruzó el comedor, había decidido asomarse al jardín para ver si caía agua. Apartó el visillo de la ventana que da al jardín y pudo comprobar que caían unas gruesas gotas de agua sobre las piedras que formaban el camino que cruza hacia la puerta de entrada. Miró al cielo, pero no pudo ver nada, el seto de bambú que circundaba el jardín estaba muy alto y le impedía ver el cielo, aunque le pareció ver nubes dispersas y algo negras.
Sacó del bolsillo el cuaderno negro con el lápiz y anotó llamar a Paco el jardinero y pedirle que rebajara la altura del seto de bambú, claro que eso solo podría ser después del verano, en la época de poda y cuando podara el cinamomo. Vio a través del cristal como se formaban charcos y el repiqueteo de las gotas de agua sobre las hojas de los pensamientos, giró la cabeza varias veces y soltó el visillo. Giró su cuerpo lentamente, notaba algo de desamparo y quiso volver al salón para continuar la lectura, respiró hondo y cogió de la mesa de la entrada el periódico del día, necesitaba ver noticias locales. Con el periódico en la mano izquierda y el bastón en la derecha camino hacia el salón, levantó la cabeza y miró al fondo, entonces exclamó: AHHHGGG.
Cuando la Señora Didier levantó la cabeza y pudo ver un retrato que colgaba del fondo del salón, era un retrato de su hermano Enrique, realizado por un pintor local que firmaba Pedro Sanz, fue entonces que recordó que su hermano se encontraba en el jardín como era su costumbre.
Su único hermano, Enrique, era un hombre que había sufrido mucho en su infancia, además había caído de los brazos de su nurse golpeándose la cabeza, desde entonces padecía bastante confusión mental y su comportamiento era muy peculiar, aunque ella le tenía un gran afecto y desde siempre había vivido juntos, incluso cuando se casó con el Señor Didier. Su madre le entregó con la condición de que eran hermanos y no se podrían separar nunca.
De inmediato giro sobre sus talones, no sin precaución ante el pánico que tenía de caerse, pero pensando que había olvidado a su querido hermano y que sabría Dios que abría sido de él. Se dirigió hacia la puerta principal y de un poderoso tirón consiguió abrir el cerrojo que bloqueaba la puerta, desplazó la hoja pesada que no estaba bloqueada y salió al exterior.
Miró a derecha e izquierda buscando la figura desgarbada de su hermano, y allí estaba cuan delgado era y totalmente empapado de agua. Con un intenso temblor, balbucía el nombre de Mercedes.
Le sujeto de los hombros y le pidió caminar, pero parecía anclado al suelo, entonces le hablo:
- Vamos Enrique hace frío y estas mojado, tenemos que secarte
- No, no quiero está lloviendo y me puedo mojar
- No te preocupes yo te secaré y entraras en calor, vamos sé justo yo he tenido la culpa, y te compensaré. Te haré un pastel de moras, veras que bueno.
Al fin le convenció y sujetándole le ayudo a caminar hacia el interior de la casa. En la misma entrada le quitó los zapatos que estaban mojados y parte de la ropa, le seco el pelo blanco y su enjuto cuerpo, después le llevó al cuarto y le puso el pijama. Más tarde le calentó con una botella de agua caliente en los pies.
Llamó al Doctor Fajardo esa misma noche porque le encontraba raro, no abría los ojos y el temblor era muy tenue. Su frente despedía un intenso calor perlado, y su olor era difícil de definir pero despedía un hálito de muerte. Cuando el Doctor Fajardo llegó, Enrique ya no respiraba, solo pudo certificar su muerte por causas naturales.
GUILLERMO GARCIA-HERRERA REBOUL JUNIO 2012