No hace mucho que un
famoso editor amigo mío que, además, me debe su posición porque
fui quién le proporcionó los medios para hacer carrera, me colocó
en una coyuntura endiablada de la que no salí nada airoso,
situación, por otra parte, no extraña en mi. Había terminado una
novela que consideraba pasable. Sabía que no era una obra de esas
que arrastran masas, pero creía que merecía la pena publicarla y
con esa intención acudí a mi deudo y amigo. Como había confianza
no necesité pedir cita. Me presenté en su oficina con el cartapacio
y sin entretenerme con la secretaria asomé la cabeza por la puerta
del despacho de ejecutivo y le dije: estoy ahí fuera, cuando tengas
tiempo me avisas. Inmediatamente la secretaria recibió una llamada
para que me pasara a un despacho privado en el que se personó mi
amigo para preguntarme si era algo urgente. Le dije que no tuviera
prisa. Me entretuve releyendo algunos párrafos que me afianzaron en
la idea de la bondad de lo escrito.
Cuando tuvo un claro
volvió al despacho donde le presenté la obra a mi manera, sin
demasiados preámbulos. Aunque sabía que yo era aficionado a la
escritura quedó un poco sorprendido antes de decirme: esto se
publica de todas, todas; pero para saber qué terreno pisamos le voy
a dar curso normal para que la valoren los expertos y nos digan cual
es su porvenir. Cuando oí la palabra experto me recorrió el cuerpo
un escalofrío como si me hubiera tirado a una piscina helada en el
mes de enero. No hay cosa que más me inquiete que un experto. No
creo que sean una categoría profesional sino una condición. Esa
gente que asume saber lo que el público quiere, sacará conclusiones
ojeando el tipo de letra, registrando algún adjetivo suelto o
comprobando si el texto empieza por vocal o por consonante.
A los pocos días se
presentó en mi casa a la hora de almorzar y en la sobremesa me
sacudió con su propuesta: la editorial te ofrece doscientos mil
euros por la novela con la condición de no publicarla. No es que sea
mala ni que deje de serlo, me animó, pero los entendidos han
pronosticado que no es oportuna. Sumergido en la marea alcalina
producto de la digestión me remonté varias generaciones en la
familia de los sabihondos poniendo especial énfasis en la línea
materna y le dije que la casa se podía meter los doscientos mil
euros por donde le cupiera. O mejor, rectifiqué en un alarde de
reflejos, te cojo la palabra. Con ese dinero voy a publicar la novela
por mi cuenta. Eso no es posible, me contestó, si te damos el dinero
la propiedad intelectual pasa a la empresa. Entonces no quiero el
dinero, pero sigo con la idea de publicarla por mi cuenta. No lo
hagas, me aconsejó, vas a fracasar. Y fracasé.
CIRANO