El
propósito de su vida había sido el racionalismo, su modelo
Sócrates. Como se ejercita el atleta para alcanzar las mejores
prestaciones deportivas llevando el cuerpo al límite, así se
esforzó él para cultivar su mente con el fin de alcanzar la máxima
capacidad racional, eliminando toda sombra de emotividad o pasión.
Cuando la razón resolvió el último enigma y apuntó que había
llegado la hora, organizó el trance de la forma más lógica
posible.
Hacía
poco que había perdido a la compañera de su vida con la que tuvo
hijos a los que no logró inculcar sus ideas porque la influencia
femenina, más inclinada al afecto que la suya, decidió el sesgo de
la personalidad de su descendencia de la que, dicho sea de paso, no
podía quejarse.
No
teniendo, pues, compromiso sentimental alguno contactó con una
clínica holandesa que tramitaba con rigor y discreción las últimas
voluntades. Escribió cartas, firmó testamentos, se compró un terno
cómodo, calzó zapatillas de deporte y se dispuso a partir. Ligero
de equipaje se acomodó en su asiento de primera, dispuesto a
disfrutar los lujos que ofrecen las compañías aéreas a los
pasajeros que se los pueden pagar. La razón programa, pero no decide
ya que, al sobrevolar los Alpes, el avión perdió altura y tras un
par de minutos angustiosos, durante los cuales se disiparon las
especulaciones que lo llevaban a la muerte, se estrelló en un valle
perdido del macizo blanco.
La
suerte, que tampoco se para en conjeturas, hizo que fuera el único
superviviente del accidente que redujo la bien construida aeronave a
un revoltijo de hierros impregnados de sangre y vísceras. El asiento
de privilegio que ocupaba fue lo que le salvó la vida porque además
de mantenerlo sin un rasguño lo colocó al lado de los restos de
comida y cerca de su mochila. Así que no tuvo más que vaciar la
escasa ropa que llevaba y llenarla de paquetes de alimento listos
para su consumo. Como no paraba de nevar se puso un tabardo de piloto
que encontró entre la chatarra y se lanzó a lo desconocido.
No
es que fuera joven ni que estuviera sobrado de fuerzas, pero se
sintió revivir como si tuviera veinte años. Empezó a andar lleno
de esperanza sin pararse a pensar ni un segundo en la sinrazón de su
penosa aventura teniendo tan a mano barrancos por donde culminar su
proyecto. Al llegar la noche fabricó un iglú donde se refugió
hasta que la Aurora de rosáceos dedos lo abrazó. Perdido y sin
divagar pasó tres días, al cabo de los cuales llegó a un albergue
donde lo recibieron como a un héroe. De allí lo llevaron a un plató
de televisión en el que contó sus peripecias a cambio de un
suculento contrato que acabó convirtiéndolo en ídolo de masas.
Cuando
le preguntaban por el motivo de su viaje respondía que era cosa de
negocios sin soltar prenda del verdadero motivo. Al volver a casa
rompió las cartas que había escrito cuando era razonable y se
dedicó a vivir la vida lo más alejado posible de lo reflexivo. No
volvió a pensar en el asunto, por el contrario, se dejó llevar por
la pasión sin atisbos de filosofía ni nada parecido. La historia
cuenta que murió a los ciento dos años durante un baile de carnaval
en el que participaba disfrazado de momia.
CIRANO