lunes, 2 de abril de 2018

ÚLTIMAS VOLUNTADES


 



El propósito de su vida había sido el racionalismo, su modelo Sócrates. Como se ejercita el atleta para alcanzar las mejores prestaciones deportivas llevando el cuerpo al límite, así se esforzó él para cultivar su mente con el fin de alcanzar la máxima capacidad racional, eliminando toda sombra de emotividad o pasión. Cuando la razón resolvió el último enigma y apuntó que había llegado la hora, organizó el trance de la forma más lógica posible.

Hacía poco que había perdido a la compañera de su vida con la que tuvo hijos a los que no logró inculcar sus ideas porque la influencia femenina, más inclinada al afecto que la suya, decidió el sesgo de la personalidad de su descendencia de la que, dicho sea de paso, no podía quejarse.

No teniendo, pues, compromiso sentimental alguno contactó con una clínica holandesa que tramitaba con rigor y discreción las últimas voluntades. Escribió cartas, firmó testamentos, se compró un terno cómodo, calzó zapatillas de deporte y se dispuso a partir. Ligero de equipaje se acomodó en su asiento de primera, dispuesto a disfrutar los lujos que ofrecen las compañías aéreas a los pasajeros que se los pueden pagar. La razón programa, pero no decide ya que, al sobrevolar los Alpes, el avión perdió altura y tras un par de minutos angustiosos, durante los cuales se disiparon las especulaciones que lo llevaban a la muerte, se estrelló en un valle perdido del macizo blanco.

La suerte, que tampoco se para en conjeturas, hizo que fuera el único superviviente del accidente que redujo la bien construida aeronave a un revoltijo de hierros impregnados de sangre y vísceras. El asiento de privilegio que ocupaba fue lo que le salvó la vida porque además de mantenerlo sin un rasguño lo colocó al lado de los restos de comida y cerca de su mochila. Así que no tuvo más que vaciar la escasa ropa que llevaba y llenarla de paquetes de alimento listos para su consumo. Como no paraba de nevar se puso un tabardo de piloto que encontró entre la chatarra y se lanzó a lo desconocido.

No es que fuera joven ni que estuviera sobrado de fuerzas, pero se sintió revivir como si tuviera veinte años. Empezó a andar lleno de esperanza sin pararse a pensar ni un segundo en la sinrazón de su penosa aventura teniendo tan a mano barrancos por donde culminar su proyecto. Al llegar la noche fabricó un iglú donde se refugió hasta que la Aurora de rosáceos dedos lo abrazó. Perdido y sin divagar pasó tres días, al cabo de los cuales llegó a un albergue donde lo recibieron como a un héroe. De allí lo llevaron a un plató de televisión en el que contó sus peripecias a cambio de un suculento contrato que acabó convirtiéndolo en ídolo de masas.

Cuando le preguntaban por el motivo de su viaje respondía que era cosa de negocios sin soltar prenda del verdadero motivo. Al volver a casa rompió las cartas que había escrito cuando era razonable y se dedicó a vivir la vida lo más alejado posible de lo reflexivo. No volvió a pensar en el asunto, por el contrario, se dejó llevar por la pasión sin atisbos de filosofía ni nada parecido. La historia cuenta que murió a los ciento dos años durante un baile de carnaval en el que participaba disfrazado de momia.

CIRANO