Soy una persona tranquila, muy tranquila e incluso alarmantemente pausada, así que cuando sentí que me agarraban de mi gran cabeza y tiraban, me gustó poco. Aquello que atenazaba mi cuerpo y me obligaba a salir de mi calido escondrijo me enfado bastante, de forma que fue la primera vez que hice tronar mis cuerdas vocales a modo de enfado. Seria una mentira si dijera que recuerdo ese momento, no porque acababa de llegar y no sabía como se las gastan en este nuestro mundo, pero el caso es que mis primeras sensaciones fueron de unas manos duras, recias y seguras y me soltaron en otras manos menos ásperas pero que me manejaban con una seguridad y volatilidad que me dio vértigo. Después de cambiar mi acogedor tabuco amortiguado por un líquido cálido y suave, por un ridículo gorro y una arpillera que me envolvía mi delicado tejido epidérmico, y dispuesto ya a mover mis cuerdas vocales a forma de enfado, sentí que unas manos suaves y llenas de cariño me sujetaban el cuerpo y mi poderosa cabeza, y me estrechaban contra su delicado pecho, mereció la pena el viaje y el nuevo lugar donde comenzaba a sentir algo nuevo hasta ahora ignorado pero que creía ser muy superior a lo conocido, cariño.
Quizás pasaran varios días, y encontrándome contento porque con una severa puntualidad rigurosa se me administraba un cálido mamelón que se introducía en la boca y al succionar me derramaba un liquido dulzón y de sabor muy agradable, que me daba satisfacción llenando mi panza y mis deseos. Pero, sujetando ese mamelón, aparecían unos dedos quizás el segundo y el tercero que dirigían y estrujaban ese maravilloso pezón para que drenara para mí esa embriagadora y exquisita leche. Entonces me quedaba mirando esos dedos, que desprendían un tenue olor a limpio y a ser próximo e íntimo, terminado en algo más duro que deslizaba por mi cuerpo provocando un repeluzno que me hacia sentir aún más si es posible un gran estremecimiento.
Parecía que cada día añoraba menos el cubículo lleno de líquido, por encontrarme entre los brazos delicados de aquel ser tan tierno que me alimentaba y me daba tanto amor. Cuando estaba en sus brazos y sujeto por sus manos me cambiaba de pecho y volvía a colocar el pezón entre mis labios con la ayuda de esos dedos seguros y ágiles. Cuando terminaba me colocaba sobre su hombro sujetándome con una mano y con la otra daba suaves golpes en mi trasero, hasta que sentía una extraña burbuja de aire ascender por mi pecho y salir por mi pequeña boca. Entonces abría mis ojos en señal de sorpresa y seguro que emitía una sonrisa de satisfacción.
Un dulce duermevelas me invadía y los ojos comenzaban a cerrarse, entonces me recostaba en un lecho tierno, no sin antes haberme lavado mi productivo trasero con una esponja suave y secado con un paño, colocaba varios trapos protegiendo mi sexo y taponando mi orondo culo.
Entonces el sueño me invadía y me quedaba absolutamente inmóvil, con un leve gesto de mover los labios, como si continuara mamando de los pechos de mi querida madre. Otras veces me sentía incomodo y llorisqueaba en son de protesta, entonces escuchaba su voz que me hablaba y me tranquilizaba colocándome de lado.
Pero conforme fui adquiriendo días, fui descubriendo cosas y una de ellas fueron mis manos. Eran como las que orientaban el pezón hacía mi boca, pero muy pequeñas y menos atractivas. Jugaba con ellas moviéndolas en círculo, o acercándolas a mi cara, aunque he de tener precaución porque alguna vez me golpeaba mi cara y no me gustaba. Tampoco me gustaba las uñas, porque las de mi madre se deslizaban por mi piel produciendo una sensación de placer muy importante, pero las de mis manos cuando tocaban mi piel me producían heridas que me dolían.
Alguna vez, al despertar de mis placenteros sueños, y con unas enormes ganas de comer, además de poner en funcionamiento mi garganta, intentaba calmar mis necesidades imitando los gestos de mi madre, así que me acercaba mis manos y chupeteaba lo que más se parecía a mi adorado pezón, el dedo gordo. Porque, después con los años lo supe, mi madre no quería que usara el chupete de caucho, lo consideraba la puerta de entrada de infecciones y deformaba el paladar y los labios. Así que el sustituto del pezón se fue convirtiendo en mi dedo pulgar.
Con el paso de los meses mi cuerpo fue tomando volumen, y como mis necesidades alimenticias aumentaban mi madre fue retirando su adorado pecho y sustituyéndolo por una goma perforada que si chupabas salía un enorme chorro de leche, pero ahí! que diferencia de leche, sabía a algo tan nuevo para mí que lo tomaba solo porque mis necesidades eren mayores que mis lamentos. Ahora ese bote con goma le faltaban los dedos que orientaban la tetina, y ya sus dedos estaban apoyando el culo del biberón, para mi muy lejos, demasiado lejos.
Sus manos fueron alejándose de mí, y yo las fui sustituyendo por esas manitas que me pertenecían, gorditas y torpes, pero que al fin y al cabo eran mías. Y fueron tomando relevancia en mis necesidades y placeres, así que salvo en los momentos en que comía el resto de día colocaba el pulgar entre mis labios y en el interior de la boca, cuando lo sentía allí me tranquilizaba sometiéndolo a un chupeteo de vaivén que saciaba mi intranquilidad.
Mis recuerdos saltan años, cuando comenzaba a darme cuenta de unas poquitas cosas, una de ella era que mi madre no me pertenecía, la compartía con mi padre y el resto de mis hermanos. Cuando observé que yo no era el centro de atracción de todo el universo de mi casa, que mi madre abrazaba a mis hermanos, que también se ocupaba de su aseo y de sus cuidados, y que mi padre era en realidad el Dios de la casa y que incluso compartían la cama que había junto a mi cuna, entonces con desesperación introducía el dedo gordo en mi boca y lo succionaba con autentica fruición.
Callaba mi dolor porque no fui un niño llorón, pero lo pagué con mi dedo, ya que a la edad de cinco años mí querido dedo que tanto me ayudaba le salieron unas pompas en la parte de la yema, esas burbujas se complicaron con infecciones de tocar el suelo, la tierra y mi culito.
Mi madre me curaba con dulzura y bajo los consejos de mi padre, con un desinfectante y después me colocaba un capuchón de tela sujeto por unos cordeles que se ataban a mi muñeca. Pero, ¿que podía hacer yo sin mi dedo? Cuando no me veían, retiraba con cuidado los cordelillos e introducía el dedo en mi boca, pero era horroroso, sabía a desinfectante y a un sabor amargo. Fui olvidando la necesidad de mi dedo pulgar, pero necesitaba algo que supliera tanto dolor y desafección, y pasé a rozar mis labios sobre el canto de mi muñeca, y aún con más interés cuando los pelillos se endurecieron y raspaban con leve dolor mis castigados labios.
Se que las heridas de mi dedo cicatrizaron, no recuerdo con que edad, pero ya tenía capacidad para acumular recuerdos, y además se me confeccionó más de un dedil. Lo de pasar mis labios por el canto de la muñeca aún lo practico cuando tengo necesidad de concentrarme. Mi padres murieron hace muchos años, y jamás me llamaron la atención sobre mis costumbres onanísticas.
GUILLERMO GARCIA-HERRERA Junio 2012