viernes, 21 de septiembre de 2018

JUEGOS DE MI INFANCIA







Mi amigo Pascual volvía del colegio pasado el quince de junio, y yo le esperaba con auténtica fruición. Eramos amigos desde hacia años, porque en nuestro barrio no abundaban los niños, y teníamos que agarrarnos a proteger la solidaridad y el afecto entre los dos. Bueno en verdad había otros dos jóvenes pero no teníamos tanta relación como nosotros, así que cuando me daban las vacaciones paseaba por la urbanización como alma en pena, y solo podía relacionarme con los otros dos vecinos, Pepe el largo y Paquíto Santos. Como estábamos en la edad de descubrir cosas, nos ocultábamos en algún lugar discreto y nos contábamos secretos de alcoba, que como ya podemos imaginar desfigurado por la torpe información que disponíamos. El resto del tiempo lo pasábamos inventando artilugios para jugar con pedazos de bicicletas o cojinetes de rodamiento de los abandonados coches. Con extremada precaución hurgábamos en los desvencijados autos y usábamos lo que podíamos desmontar para fabricar la construcción de los carrillos. Con dos tipos, uno corto con tres cojinetes, uno delantero y dos traseros, y otro largo con cuatro cojinetes. Luego fijábamos los rodamientos y nos dejábamos caer por la larga y revirada cuesta de la urbanización. Caídas con bastante frecuencia con rasponazos y heridas superficiales que nos obligo a confeccionar protectores de codo y rodillas de restos de ropa usada. El quince de Junio le dí un tenue esquinazo a los dos vecinos que me habían ayudado a confeccionar los carrillos y los escondí en el garaje de casa, para sorprender a Pascual. Se hizo de esperar ante mi desesperación, y a las doce de la mañana apareció con sus andares pausados y punteras de zapatos en dirección divergentes. Nos abrazamos con auténtico afecto y comenzamos a contarnos las novedades de los meses separados, Pascual no se explayó mucho en sus aventuras del colegio de internado, pero si que por sus buenas notas su padre le había prometido un generoso regalo. Antes que nada le llevé al garaje de mi padre y le enseñe los dos carrillos, le conté los proyectos que tenía para divertirnos mejorando su estabilidad y velocidad, pero no le vi especialmente atento, es más sonreía levantando el labio superior en señal de ligero desprecio, algo que no me sentó bien. Fue entonces cuando me dijo que su padre le había regalado un precioso coche de juguete que funcionaba con baterías. Conforme contaba las virtudes y bellezas de su juguete, yo me iba quedando más planchado y humillado, una vez más había echado por tierra mis esfuerzos y en nada podía aventajarle. Quedamos en que al día siguiente nos veríamos para aprender el manejo del coche y su pilotaje. Al día siguiente, después de un larga y aburrida sesión del manejo, ambos nos sentamos en el coche y nos dejamos deslizar por la cuesta, en realidad era una maravilla, aunque lo que no podía saber era que subiendo la cuesta un gigantesco camión subía haciendo sonar la bocina de su poderoso motor.
INDALESIO