Mi amigo Pascual volvía
del colegio pasado el quince de junio, y yo le esperaba con auténtica
fruición. Eramos amigos desde hacia años, porque en nuestro barrio
no abundaban los niños, y teníamos que agarrarnos a proteger la
solidaridad y el afecto entre los dos. Bueno en verdad había otros
dos jóvenes pero no teníamos tanta relación como nosotros, así
que cuando me daban las vacaciones paseaba por la urbanización como
alma en pena, y solo podía relacionarme con los otros dos vecinos,
Pepe el largo y Paquíto Santos. Como estábamos en la edad de
descubrir cosas, nos ocultábamos en algún lugar discreto y nos
contábamos secretos de alcoba, que como ya podemos imaginar
desfigurado por la torpe información que disponíamos. El resto del
tiempo lo pasábamos inventando artilugios para jugar con pedazos de
bicicletas o cojinetes de rodamiento de los abandonados coches. Con
extremada precaución hurgábamos en los desvencijados autos y
usábamos lo que podíamos desmontar para fabricar la construcción
de los carrillos. Con dos tipos, uno corto con tres cojinetes, uno
delantero y dos traseros, y otro largo con cuatro cojinetes. Luego
fijábamos los rodamientos y nos dejábamos caer por la larga y
revirada cuesta de la urbanización. Caídas con bastante frecuencia
con rasponazos y heridas superficiales que nos obligo a confeccionar
protectores de codo y rodillas de restos de ropa usada. El quince de
Junio le dí un tenue esquinazo a los dos vecinos que me habían
ayudado a confeccionar los carrillos y los escondí en el garaje de
casa, para sorprender a Pascual. Se hizo de esperar ante mi
desesperación, y a las doce de la mañana apareció con sus andares
pausados y punteras de zapatos en dirección divergentes. Nos
abrazamos con auténtico afecto y comenzamos a contarnos las
novedades de los meses separados, Pascual no se explayó mucho en sus
aventuras del colegio de internado, pero si que por sus buenas notas
su padre le había prometido un generoso regalo. Antes que nada le
llevé al garaje de mi padre y le enseñe los dos carrillos, le conté
los proyectos que tenía para divertirnos mejorando su estabilidad y
velocidad, pero no le vi especialmente atento, es más sonreía
levantando el labio superior en señal de ligero desprecio, algo que
no me sentó bien. Fue entonces cuando me dijo que su padre le había
regalado un precioso coche de juguete que funcionaba con baterías.
Conforme contaba las virtudes y bellezas de su juguete, yo me iba
quedando más planchado y humillado, una vez más había echado por
tierra mis esfuerzos y en nada podía aventajarle. Quedamos en que al
día siguiente nos veríamos para aprender el manejo del coche y su
pilotaje. Al día siguiente, después de un larga y aburrida sesión
del manejo, ambos nos sentamos en el coche y nos dejamos deslizar por
la cuesta, en realidad era una maravilla, aunque lo que no podía
saber era que subiendo la cuesta un gigantesco camión subía
haciendo sonar la bocina de su poderoso motor.
INDALESIO