Por los años cincuenta del pasado
siglo patrullaba Lanjarón un municipal que renqueaba de la pierna
izquierda al que llamaban Pegote. Apoyado en un bastón de nudos
brillantes y cobijado bajo una sucia gorra de plato en la que lucía
el águila de cobre que también decoraba el broche del correaje,
defendía el patrimonio municipal de las travesuras de los niños con
los que me juntaba. No se el peligro que podían traer los juegos
infantiles por las naves abandonadas del antiguo edificio del
balneario, pero a pesar de sus reiterados fracasos, este mutilado de
guerra, nos perseguía como si fuéramos malhechores, o quizás peor,
como rojos en potencia. Y todo porque una vez, si acaso, escondidos
entre los árboles le gritamos: ¡Pegooooote de mieeeeerda! El caso
es que también debería andar mal de la vista porque al rato lo
saludábamos mientras echaba un cigarro con mi abuelo que era el
alcalde del pueblo y al que respetaba con disciplina castrense. A lo
más que se atrevía era a comentar a modo de halago ¡qué nietos
más traviesos tiene usted! ¡Y que lo digas Pegote! contestaba el
jefe al que le faltaba añadir ¡y a mucha honra!
Dado su poco garbo no servía ni para
los mandados, aunque mi abuela le encargaba algunos recados: dile a
Fulana que necesito habas tiernas o una lechuga. Pero casi siempre lo
utilizaba para que avisara a Dolores la monja. La monja era una pobre
mujer que desde que desertó del convento o la echaron por inútil se
dedicaba a la costura. Mi abuela la tenía casi a diario enclaustrada
en un cuarto con poca luz, colocada debajo de una ventana que daba al
patinillo, donde estaba la máquina de coser y que siguió
llamándose, hasta mucho después de que ambas murieran, el cuarto de
la monja. Para enhebrar la aguja se subía las gafas a la frente,
chupeteaba la punta del hilo, estiraba las manos para acomodar la
vista e intentaba con poco éxito pasarlo por donde decía Jesucristo
que era más difícil que entrara un rico que un camello de regadío.
Si nos acercábamos en esos momentos difíciles solicitaba ayuda:
¡anda bonico tú que ves tan bien! A modo de compensación le
pedíamos que dijera jamón, jamón, jamón muchas veces y en cuanto
empezaba la retahíla la amonestábamos porque decía monja en vez de
jamón y eso no valía. Volvía a intentarlo hasta que acudía mi
abuela con el soplillo de la chimenea y aguantando la risa nos decía:
¡menudo jamón os voy a dar! ¡a volar tiricual! ¡dejar a Dolores
tranquila!
La monja era una buena mujer, fea, sin
gracia, tímida y pobre. Cuando salía de casa de mi abuela se iba a
la Iglesia a rezar rosarios y letanías a coro con otras beatas que
ayudaban al sacristán a limpiar y decorar el templo. Alguna vez nos
colocamos detrás de ellas para adelantarnos al ¡ora pro nobis! con
el irreverente ¡un automóvil! para escandalizarlas. No creo que se
lo dijeran a Don Nicolás, el párroco que mantenía las formas con
mi abuela poco amiga de iglesias.
Un día me enteré de que Pegote y la
monja vivían juntos formando una de esas parejas de hecho que da la
tierra, como los acebuches de los que los romanos consiguieron a base
de injertos el olivo. Es posible que fueran hermanos, en cualquier
caso una de tantas ruinas que dejó la innoble guerra civil.
CIRANO