Hace meses me
llamó mi amigo de nariz rota. Me proponía vernos para almorzar y poder cambiar
impresiones sobre nuestro mundo, era escueto en sus explicaciones, así que
acepté sin mayor duda.
Me preguntaba
que buscaría, porque era un hombre culto e interesado en la literatura y
filosofía, y su nivel algo por encima de lo normal, y yo soy un hombre con
mucho interés y curiosidad, pero de formación muy dispersa y más social que política.
Supuse que le interesaría la literatura y es quizás un campo donde ambos
podemos coincidir, así que pensé en cosas en las que ambos podríamos tener
intereses comunes.
El día elegido,
ambos decidimos elegir un restaurante asequible económicamente y tranquilo, y
llegamos puntuales. Nos saludamos y pude comprobar que éramos cuatro, todos
conocidos y hombres de inquietudes intelectuales. Aquello terminó con
manifestaciones de alegría y afecto pero
sin desarrollar programa alguno. A partir de ese día decidimos reunirnos una
vez al mes y en la medida que nos fuéramos conociendo y tomando confianza,
hablar de los temas que más nos inquietara.
Cambiamos de
lugar por otro más culto y más asequible y fuimos invitando a un mayor número
de participantes. Pero nada coincidía con algo parecido a una tertulia, y
además todos parecíamos estar cómodos, salvo nuestro inquieto nariz rota, que
en algunos momentos soltaba un regomello, que todos ignorábamos. Y así fueron
pasando los meses hasta que pasó lo
inevitable, nuestra tranquila reunión de amigos explotó.
Era un día gris
y lluvioso, hacia frío en nuestro reservado y se hablaba en pequeñas charlas de
proximidad. Pero una conversación comenzó a dominar sobre las demás, se trataba
de la oportunidad de la jubilación y del peso tan enorme que tenía que soportar
el estado para mantener tanto inútil e improductivo ciudadano, y encima en edad
provecta que precisa cuidados sanitarios y sociales. Se fueron formando dos
grupos, los defensores de la
voluntariedad en una edad propia, los setenta años, y los que defendían que la jubilación no se adecuaba a las
necesidades de los ciudadanos, sino al
ciclo circadiano de la muerte natural. La pasión fue apareciendo en el
comportamiento de algunos ya si, tertulianos, y se organizó una algarabía
impropia de unos seres civilizados como nos creíamos. Tanto fueron las
palabras, que pasaron de gruesas a
violentas, y terminó en violencia física con mamporros de inolvidables
catadura.
Recibí mi
merecido sin haber participado ni tomado parte alguna, como me suele pasar, y
sufrí lo indecible para restablecer el orden con la exclusiva ayuda del
camarero de sala que nos debería haber traído el almuerzo. Cada uno salió como
bien pudo, entre el entramado de sillas y mesas rotas, pagué los desperfectos
de mi exclusivo peculio y nunca más volvimos a saludarnos. Por supuesto no
volví a pertenecer a ningún grupo de amigos o similares. Se que nariz rota se
dedicó al deporte de la bicicleta y que
algún que otro porrazo ha recibido, de los demás nadie me ha contado ninguna
noticia. Sé que todos se jubilaron y reciben la pensión del estado, pero también, que miran con recelo cuando pasean por
las calles de nuestra ciudad.
INDALESIO Febr. 2014