Si algo me disgustaba del colegio
era madrugar y la vuelta, cuando en invierno oscurecía temprano. Recuerdo que
me levantaban sin despertarme, me calaban los pantalones y calcetines aún con
los ojos cerrados y me ponían de pie. Era
cuando abría los ojos, normalmente porque me golpeaba con el adorno de
la litera donde dormía mi hermano. Me lamentaba y levantaba los brazos para
frotarme la mollera, momento que aprovechaba mi madre para colarme los brazos
de la camisa. Después me empujaba hacia el interior del baño y me restregaba la
cara y orejas, y entonces yo protestaba desaforadamente, que solía coincidir
con mi enérgico despertar furibundo. Antes de que terminara de protestar porque
estaba malito, me colgaba la mochila y guardaba el bocadillo de mantequilla con
azúcar en su interior, entonces era el momento que me encontraba en el jardín
camino de la parada del tranvía.
Cada día me lamentaba de mi mala
fortuna y me prometía ser más listo en la
próxima ocasión. Pero nunca lo
conseguí, mi madre afortunadamente siempre me venció, y cada día fui al
colegio, hasta que terminé el bachillerato.
La vuelta del colegio es cosa
distinta, porque realmente pasaba miedo. Vivía en el Monte de Sancha, un lugar
cercano al centro de la ciudad, pero a su vez tranquilo y habitado por
ciudadanos pacíficos, al menos en apariencia. Viviendas unifamiliares o
compartidas por dos familias daba una densidad humana reducida y compuesta por
ciudadanos de edad avanzada, lo cual mantenía una armoniosa convivencia ejemplar.
Tenía un defecto, no estaba
iluminada con alumbrado público, solo por el reflejo del interior de cada casa,
lo cual si me retrasaba unos minutos y daban las seis de la tarde, el sol
desaparecía en las montañas del oeste y yo tenía que subir a oscuras. Había
decidido esperar a mi hermano algo mayor que yo, pero fue infructuoso porque
nunca aparecía ni me esperaba, así que decidí tomar valor y subir solo. Digo
subir, porque era una larga ascensión de algo más de quince minutos, por unas
escaleras en mal estado y absolutamente a oscuras. Tenía calculado que a toda
velocidad tardaría ocho minutos, pero en el último tramo mi corazón bloqueaba
mis piernas negándose a continuar. Mi boca era pequeña para admitir todo el
aire que necesitaban mis pulmones, y jadeaba como un poseso.
En otra ocasión decidí subir
cantando para espantar los eventuales atacantes de niños, que tanto se hablaba
en los comentarios de los mayores. Pero no me sentía bien protegido y los
deseché, para usar la subida silente y astuta. Quizás esa fue la perdición para
un niño de no más de siete años.
Corría en tramos cortos y me
protegía en algún recodo de las escaleras, al resguardo de un posible ataque,
entonces mantenía un sepulcral silencio
para averiguar si alguien me acechaba. Nunca nadie me acechó o asustó, pero si
escuché conversaciones, discusiones, peleas e improperios de mis pacíficos
vecinos, que me hicieron aprender que no comprender, lo difícil que es la vida
de los ciudadanos de puertas para adentro.
Y así fui testigo del grito de
muerte de la señora Smitt, cuando en el curso de una pelea con un hombre, según
me enteré después, porque no entendía que la señora Smitt que vivía sola se
peleara con un hombre, y menos los porqué le hacían daño y gritaba tanto.
Corrí desesperadamente hasta que caí en brazos de Ana, la cocinera de mi casa,
que paseaba con su pretendiente, y que me tranquilizo mintiéndome sobre el
origen de aquellos gritos. Aquella noche advertí a mi madre, para que lo
transmitiera a mi padre, que nunca más volvería a subir aquellas escaleras
solo, y aún hoy noto un escalofrío al recordar aquellos regresos del colegio.