sábado, 3 de agosto de 2013

MIEDO


                                     

Si algo me disgustaba del colegio era madrugar y la vuelta, cuando en invierno oscurecía temprano. Recuerdo que me levantaban sin despertarme, me calaban los pantalones y calcetines aún con los ojos cerrados y me ponían de pie. Era  cuando abría los ojos, normalmente porque me golpeaba con el adorno de la litera donde dormía mi hermano. Me lamentaba y levantaba los brazos para frotarme la mollera, momento que aprovechaba mi madre para colarme los brazos de la camisa. Después me empujaba hacia el interior del baño y me restregaba la cara y orejas, y entonces yo protestaba desaforadamente, que solía coincidir con mi enérgico despertar furibundo. Antes de que terminara de protestar porque estaba malito, me colgaba la mochila y guardaba el bocadillo de mantequilla con azúcar en su interior, entonces era el momento que me encontraba en el jardín camino de la parada del tranvía.
Cada día me lamentaba de mi mala fortuna y me prometía ser más listo en la  próxima  ocasión. Pero nunca lo conseguí, mi madre afortunadamente siempre me venció, y cada día fui al colegio, hasta que terminé el bachillerato.
La vuelta del colegio es cosa distinta, porque realmente pasaba miedo. Vivía en el Monte de Sancha, un lugar cercano al centro de la ciudad, pero a su vez tranquilo y habitado por ciudadanos pacíficos, al menos en apariencia. Viviendas unifamiliares o compartidas por dos familias daba una densidad humana reducida y compuesta por ciudadanos de edad avanzada, lo cual mantenía una armoniosa convivencia ejemplar.
Tenía un defecto, no estaba iluminada con alumbrado público, solo por el reflejo del interior de cada casa, lo cual si me retrasaba unos minutos y daban las seis de la tarde, el sol desaparecía en las montañas del oeste y yo tenía que subir a oscuras. Había decidido esperar a mi hermano algo mayor que yo, pero fue infructuoso porque nunca aparecía ni me esperaba, así que decidí tomar valor y subir solo. Digo subir, porque era una larga ascensión de algo más de quince minutos, por unas escaleras en mal estado y absolutamente a oscuras. Tenía calculado que a toda velocidad tardaría ocho minutos, pero en el último tramo mi corazón bloqueaba mis piernas negándose a continuar. Mi boca era pequeña para admitir todo el aire que necesitaban mis pulmones, y jadeaba como un poseso.    
En otra ocasión decidí subir cantando para espantar los eventuales atacantes de niños, que tanto se hablaba en los comentarios de los mayores. Pero no me sentía bien protegido y los deseché, para usar la subida silente y astuta. Quizás esa fue la perdición para un niño de no más de siete años.
Corría en tramos cortos y me protegía en algún recodo de las escaleras, al resguardo de un posible ataque, entonces mantenía  un sepulcral silencio para averiguar si alguien me acechaba. Nunca nadie me acechó o asustó, pero si escuché conversaciones, discusiones, peleas e improperios de mis pacíficos vecinos, que me hicieron aprender que no comprender, lo difícil que es la vida de los ciudadanos de puertas para adentro.
Y así fui testigo del grito de muerte de la señora Smitt, cuando en el curso de una pelea con un hombre, según me enteré después, porque no entendía que la señora Smitt que vivía sola se peleara con un hombre, y menos los porqué le hacían daño y gritaba tanto. Corrí desesperadamente hasta que caí en brazos de Ana, la cocinera de mi casa, que paseaba con su pretendiente, y que me tranquilizo mintiéndome sobre el origen de aquellos gritos. Aquella noche advertí a mi madre, para que lo transmitiera a mi padre, que nunca más volvería a subir aquellas escaleras solo, y aún hoy noto un escalofrío al recordar aquellos regresos del colegio.

 INDALESIO     DIC. 2012