Era ya cumplido el solsticio de invierno por el tiempo infernal, frío y lluvia, pero aquella mañana se adivinaba que sería buena. Sentado en el muro de la plaza de San Nicolás, vio aparecer los primeros reflejos de luz perfilando el contraste de la Sierra y de las ruinas de la Alhambra. Animó su castigado cuerpo con los primeros rayos de sol y decidió que debería entretener su humor y olvidar sus penas para aprovechar el esplendido día.
Los días previos le habían castigado mucho, aclarando el entuerto de los libros plúmbeos y de las piedras blancas y negras del Monte Valparaíso. Pero habiendo dado luz, a los torpes que dirigían las leyendas, equivocas por más señas, y centrando los pensamientos en el buen sendero, en que lo colocó el amado Pedro y sus discípulos Cecilio, Tesifon e Hiscio, se decidió pasar del cansancio y en no abandonar esta tan bella ciudad que tantas alegrías y bienaventuranzas habían facilitado.
No sentía necesidad de alimentarse, pero si de disfrutar de un prolongado y tranquilo descanso en un lugar donde los bullicios no alteraran el sosiego necesario, y se eligió los jardines de las Torres Bermejas. En otra ocasión había estado allí y le pareció que podría ser uno de los paraísos terrenales que con mayor placer había creado.
Sintió con distracción que iba hacia el lugar elegido, pero sin sentimiento de desplazamiento, como era lo habitual en sus circunstancias. Eligió un frondoso lugar cercado por plátanos orientales y olmos viejos, y se acomodo bajo la protección de ramas de castaño. La sola quietud del lugar le había permitido recuperar el equilibrio perdido, si es que alguna vez El podría perder su magnificencia. Cerró los ojos y le apareció una imagen del sacrificio de Cecilio, pero se deshizo por su falta de consistencia, entonces sintió la agradable sensación del sueño.
Este sueño se vio perturbado por un rumor de palabras que ascendía por la ladera de los jardines, se mantuvo alerta y en efecto eran sonidos producidos por gargantas humanas. Se recolocó sobre la presencia de esos personajes y les miró con curiosidad.
Eran cuatro personas, tres hombres y una mujer. Jóvenes de una veintena de años y cuidadosamente vestidos, quizás demasiado. Estaban sentados sobre una manta y en el centro una cesta de mimbre con viandas y algunas botellas de alcohol, algo que producía habitualmente algo de asco por lo mal que tolera la juventud las bebidas espiritosas.
Hablaban sobre cosas mundanas, y cargaban con ironía sobre la mujer que sobrellevaba aquellos gestos orales con bastante elegancia. En algún momento y debido a alguna actitud sobrepasada de uno de los personajes, la mujer se levantó y protestó de forma airada a la vez que se bajaba el vestido motivo de la discordia. Aquello provocó una actitud de excitación en todos los personajes que airadamente reprocharon su descortesía. La mujer se levantó y se dispuso a marcharse, no sin antes referir palabras gruesas al personaje provocador, que algo aturdido intentaba excusarse.
Pero las excusas sirvieron de poco, la mujer se fue clamando solidaridad para acompañarla, pero fue inútil, nadie más se movió. Cuando la mujer había desaparecido y calló silencio sobre sus cabezas, uno de ellos el provocador de la circunstancias habló, y dijo que el hecho había sido inducida con la intención de que se fuera. Los demás levantaron sus cabezas y dibujaron una interrogante en sus caras. El inductor explicó con parsimonia que necesitaba hablar en privado con sus amigos, el motivo era un asunto que implicaba a la mujer y a él mismo.
Fue entonces cuando nuestro maestro se aplicó con mayor interés y escuchó con atención. El joven contaba, con una voz de humillación, que jamás había tenido relación alguna con mujer y que enamorado de la mujer objeto de la discordia, está le había solicitado ayuntamiento. Y que cuando lo hicieron con extremado cuidado, él había eyaculado antes de la penetración, sin haber dado el placer necesario que se debía a una mujer que le amaba y además le solicitaba cumplimiento de culminación.
Los amigos removieron sus cuerpos en señal de incomodidad, pero ninguno dijo nada, en señal de esperar elaboración de consejos adecuados. Después de unos minutos, fueron hablando con mayor o menor capacidad de persuasión, pero esquivando implicación directa en la solución del problema que aquejaba al joven, hasta en el momento que confesaron su ignorancia de estos asuntos.
Un penetrante silencio atravesó la reunión, mientras nuestro maestro permanecía muy atento y ya curioso por conocer cuales eran los conocimientos que atesoraban estos estúpidos humanos. Y aunque la reunión y charla continuó nadie aportó nada de interés, sino bien palabras de distracción para romper el hielo que había caído sobre ellos.
El joven afecto, con signos de temblor en su cuerpo, pidió discreción a sus compañeros y ayuda cuando fuera de menester, por si algún conocimiento llegaba a sus oídos. Todos recogieron los enseres de la merienda y marcharon cabizbajos y meditando.
Nuestro maestro valoró la conveniencia de intervenir y aclarar su situación, más llevado por la lastima que por sus capacidades, pero fue cuando entendió los porqués del asunto de los libros plúmbeos y de las piedras que lo protegían. La insatisfacción de la mujer sería muy dilatada en el tiempo y solo cuando la estupidez de los hombres disminuyera se conseguirá un buen entendimiento y que los apareamientos sean satisfactorios para ambas partes, así volverá la piedra blanca a recuperar su lustre y su desgaste tan pronunciado.
ENERO DE 2011