lunes, 9 de septiembre de 2013

EL NAUFRAGO DE LAS DOS ORILLAS







            Santiago Individuo era por entonces un poeta olvidado de poco fuste que dudaba entre mantenerse en el anonimato o darse a conocer, sabiendo que sufriría el desprecio de los consagrados junto a la envidia de los consanguíneos. Intuía que el tiempo le iba a ser propicio cuando conoció a Alejandra Concepción Armenteros, asidua de conferencias y conciertos, dada al estudio, al trabajo, a una alegría infundada de soledad, sacrificada por un revés del azar que la dejó sin las frustraciones de la rutina del matrimonio, porque apagó de pronto la llama que todavía calentaba en la casa solariega de los Carvajales. Amparada en silencios de precipitada madurez, crió a los retoños en el olvido, un distanciamiento que se impuso como homenaje al tiempo de felicidad, pero sobre todo, con resolución de heroína, una apuesta a lo cotidiano sin concesiones a la pena para que no turbara el despertar de unas bellezas que recordaban el tallo cimbreante de las palmeras rubias de los desiertos. Además, los hijos, de motu propio, se dejaron llevar por el pensamiento de la madre que los guió con la docilidad del amparo protector de la debilidad. No utilizó la fuerza de carácter que debía emplear en el trabajo para conducirlos por el camino que consideraba acertado, el que le inspiraba el sentido propio, la sencillez, la lógica de su situación y todas las dificultades que la vida pone en la trayectoria de los mortales. Crecieron en la armonía y en la concordia, asegurándose cada uno la complicidad de los demás para cubrir sus necesidades que venían a ser las mismas; compartían lo compartible, evitaban enfrentamientos, dominaban las necesidades que pudieran entrar en conflicto con los intereses de los otros. Alejandra leía los pensamientos de su hija porque conoció a su padre y sabía lo que los genes podían aportar. Cuando la niña empezó a sentir los poemas de Santiago Individuo, notó que aquellos versos limpios, burdos, elementales como refranes por inventar, se pegaban en el alma sencilla de su hija como la arena mojada se pega a los pies en la playa; sabía que bastaba con dejarla secar para deshacerse de ella, pero no le gustaba que su hija sintiese ese cosquilleo pueril de persona inconclusa. No creyó conveniente contradecirla en algo que podría abrir la primera diferencia seria en sus relaciones, pero sintió un escozor agrio al que se resistió a darle el nombre de celos.
            Saborear el alma de un poeta a través de sus versos es como desnudar a una mujer con el pensamiento, nunca se llega a la verdad, nunca se descubre nada, nunca se besa la carne ni se siente el aroma oculto de la piel guardada. Toda interpretación es una conjetura, es una inmersión en la propia vida amparado en recursos ajenos. Es casi siempre el reflejo de uno mismo; se alaba lo que a uno le gusta porque se parece a sí, se critica lo que uno detesta porque no se encuentran referencias en uno mismo.
            Los poemas de Santiago Individuo no tenían la más elemental trama, eran como hojas secas que descansan en las umbrías a la espera de que la humedad las destruya. No tenían más que ser apretados con la mano para que se deshicieran como figuras hechas en arena. A veces podían ser decorativos como flores de plástico, aunque como elementos ornamentales eran imprevisibles. En ocasiones podían causar una impresión agradable al transmitir el sabor ligero de lo intrascendente, la alegría de lo meramente efímero, pero otras, eran sencillamente empalagosos y vacíos, aunque eso no era motivo para desdeñarlos ya que podían causar impresión en el alma débil de una niña, sobre todo, si eran recibidos del labio de su autor.
            Alejandra no leía los versos para satisfacción de su espíritu ni tampoco para criticarlos, indagaba los efectos que aquellas apretadas caricias podían tener en Concepción, obligada novicia de pasajes donde lo intrincado se convertía en simple y lo difícil en fácil. Hablar de amor como lo hacía Santiago Individuo podía parecer hasta impúdico en una persona de su edad y de su retraimiento, pero resultaba eficaz y contagioso. No se podía decir que fuese relamido o cursi, era simplemente fiel a una verdad que late en cada uno de nosotros y que casi nadie se atreve a enunciar o a reconocer. Su pasión aflorada con naturalidad, no era el premio a un acto heroico o una desventura dolorosa como padecían los románticos, tampoco se trivializaba ni se rebajaba a hechos fisiológicos como pretendían los novísimos distanciados del amor como si la realidad se analizara a través de un experimento, era tan cotidiana, tan natural, tan poco poética si se quiere, que resultaba de una fogosidad contagiosa, estimulando secreciones que ella pensaba que tenía definitivamente cerradas, provocando la aparición de un ambiente de enrarecidos perfúmenes que dio lugar a que el deseo se apoderara de Alejandra y que la inquietud la visitara cuando la niña salía sin decir a donde iba. Llamaba a Santiago Individuo con excusas mínimas indagando asuntos que no le correspondían, le comentaba versos y le interpretaba su obra con exageración. Terminó por enamorarse del poeta por prevención, con la ferocidad de una madre que imaginaba defender a su hija cuando, en realidad, lo que hacía era dar salida a una pasión demasiado tiempo retenida.
            Mientras tanto Concepción se dejaba llevar por una de esas pasiones que devoran en la adolescencia: sin complejos, sin límites, sin pormenores, arrastrada por ella misma, consiente de que aquel hombre no era su hombre, pero que en esos momentos era el hombre. Amaba con despreocupación, sin las inquietudes que atenazaban a su madre, comprendiendo la simplicidad de los actos y la profundidad de los placeres. A medida que se consumaban los retos que al principio le parecían imposibles crecía en ella una sensación de seguridad que la elevaba por encima de las demás niñas de su edad; conoció que no hay nada como conservar un secreto para sentirse superior, se hizo mujer en los brazos del poeta y se alejó hacia su vida cuando comprendió que todo lo que podía esperar de la madurez era confianza.
EUBULEO BOMHOME

*Capítulo, o cuento, de un tratado en ciernes de Gramática Parda