Santiago Individuo era por entonces
un poeta olvidado de poco fuste que dudaba entre mantenerse en el anonimato o
darse a conocer, sabiendo que sufriría el desprecio de los consagrados junto a
la envidia de los consanguíneos. Intuía que el tiempo le iba a ser propicio
cuando conoció a Alejandra Concepción Armenteros, asidua de conferencias y
conciertos, dada al estudio, al trabajo, a una alegría infundada de soledad,
sacrificada por un revés del azar que la dejó sin las frustraciones de la
rutina del matrimonio, porque apagó de pronto la llama que todavía calentaba en
la casa solariega de los Carvajales. Amparada en silencios de precipitada
madurez, crió a los retoños en el olvido, un distanciamiento que se impuso como
homenaje al tiempo de felicidad, pero sobre todo, con resolución de heroína,
una apuesta a lo cotidiano sin concesiones a la pena para que no turbara el
despertar de unas bellezas que recordaban el tallo cimbreante de las palmeras
rubias de los desiertos. Además, los hijos, de motu propio, se dejaron llevar
por el pensamiento de la madre que los guió con la docilidad del amparo
protector de la debilidad. No utilizó la fuerza de carácter que debía emplear
en el trabajo para conducirlos por el camino que consideraba acertado, el que
le inspiraba el sentido propio, la sencillez, la lógica de su situación y todas
las dificultades que la vida pone en la trayectoria de los mortales. Crecieron
en la armonía y en la concordia, asegurándose cada uno la complicidad de los
demás para cubrir sus necesidades que venían a ser las mismas; compartían lo
compartible, evitaban enfrentamientos, dominaban las necesidades que pudieran
entrar en conflicto con los intereses de los otros. Alejandra leía los
pensamientos de su hija porque conoció a su padre y sabía lo que los genes
podían aportar. Cuando la niña empezó a sentir los poemas de Santiago
Individuo, notó que aquellos versos limpios, burdos, elementales como refranes
por inventar, se pegaban en el alma sencilla de su hija como la arena mojada se
pega a los pies en la playa; sabía que bastaba con dejarla secar para
deshacerse de ella, pero no le gustaba que su hija sintiese ese cosquilleo
pueril de persona inconclusa. No creyó conveniente contradecirla en algo que
podría abrir la primera diferencia seria en sus relaciones, pero sintió un
escozor agrio al que se resistió a darle el nombre de celos.
Saborear el alma de un poeta a
través de sus versos es como desnudar a una mujer con el pensamiento, nunca se
llega a la verdad, nunca se descubre nada, nunca se besa la carne ni se siente
el aroma oculto de la piel guardada. Toda interpretación es una conjetura, es
una inmersión en la propia vida amparado en recursos ajenos. Es casi siempre el
reflejo de uno mismo; se alaba lo que a uno le gusta porque se parece a sí, se
critica lo que uno detesta porque no se encuentran referencias en uno mismo.
Los poemas de Santiago Individuo no
tenían la más elemental trama, eran como hojas secas que descansan en las
umbrías a la espera de que la humedad las destruya. No tenían más que ser
apretados con la mano para que se deshicieran como figuras hechas en arena. A
veces podían ser decorativos como flores de plástico, aunque como elementos
ornamentales eran imprevisibles. En ocasiones podían causar una impresión
agradable al transmitir el sabor ligero de lo intrascendente, la alegría de lo
meramente efímero, pero otras, eran sencillamente empalagosos y vacíos, aunque
eso no era motivo para desdeñarlos ya que podían causar impresión en el alma
débil de una niña, sobre todo, si eran recibidos del labio de su autor.
Alejandra no leía los versos para
satisfacción de su espíritu ni tampoco para criticarlos, indagaba los efectos
que aquellas apretadas caricias podían tener en Concepción, obligada novicia de
pasajes donde lo intrincado se convertía en simple y lo difícil en fácil.
Hablar de amor como lo hacía Santiago Individuo podía parecer hasta impúdico en
una persona de su edad y de su retraimiento, pero resultaba eficaz y
contagioso. No se podía decir que fuese relamido o cursi, era simplemente fiel
a una verdad que late en cada uno de nosotros y que casi nadie se atreve a
enunciar o a reconocer. Su pasión aflorada con naturalidad, no era el premio a
un acto heroico o una desventura dolorosa como padecían los románticos, tampoco
se trivializaba ni se rebajaba a hechos fisiológicos como pretendían los
novísimos distanciados del amor como si la realidad se analizara a través de un
experimento, era tan cotidiana, tan natural, tan poco poética si se quiere, que
resultaba de una fogosidad contagiosa, estimulando secreciones que ella pensaba
que tenía definitivamente cerradas, provocando la aparición de un ambiente de
enrarecidos perfúmenes que dio lugar a que el deseo se apoderara de Alejandra y
que la inquietud la visitara cuando la niña salía sin decir a donde iba.
Llamaba a Santiago Individuo con excusas mínimas indagando asuntos que no le
correspondían, le comentaba versos y le interpretaba su obra con exageración.
Terminó por enamorarse del poeta por prevención, con la ferocidad de una madre
que imaginaba defender a su hija cuando, en realidad, lo que hacía era dar
salida a una pasión demasiado tiempo retenida.
Mientras tanto Concepción se dejaba
llevar por una de esas pasiones que devoran en la adolescencia: sin complejos,
sin límites, sin pormenores, arrastrada por ella misma, consiente de que aquel
hombre no era su hombre, pero que en esos momentos era el hombre. Amaba con
despreocupación, sin las inquietudes que atenazaban a su madre, comprendiendo
la simplicidad de los actos y la profundidad de los placeres. A medida que se
consumaban los retos que al principio le parecían imposibles crecía en ella una
sensación de seguridad que la elevaba por encima de las demás niñas de su edad;
conoció que no hay nada como conservar un secreto para sentirse superior, se
hizo mujer en los brazos del poeta y se alejó hacia su vida cuando comprendió
que todo lo que podía esperar de la madurez era confianza.
EUBULEO
BOMHOME
*Capítulo,
o cuento, de un tratado en ciernes de Gramática Parda