domingo, 11 de mayo de 2014

EL VENDEDOR DE LIBROS



            Tenía, ribeteándole los ojos, en los pómulos, una serie de puntos negros como concentraciones de carbón; minúsculas bocas de mina que le daban una impresión de suciedad arraigada y profunda. Su interlocutor pensó que aquello era una señal de miseria, no tanto material como espiritual. Por lo demás toda su expresión era raída y sucia. Calzaba unas zapatillas de las de andar por casa sobre las que caían los sobrevueltos de unos pantalones negros con vetas blancas de un tejido como de lino, poco moldeable y que colgaban sin garbo por unas piernas que se adivinaban finas y nudosas como sarmientos. Llegó envuelto en una sensación de cansancio, más ficticia que real, como queriendo añadir un factor de sufrimiento al valor de los libros que le intentaba vender. Era un Quijote en tres tomos, publicado hace unos diez años por una de esas casas editoriales que se fijan más en el aspecto estético de los libros que en su contenido, poniendo al alcance de una gran masa de público obras maestras que jamás tocarán y que solo le servirán para adornar el salón de su casa.
            Este hombre, por motivos que vagamente confesó como dificultades económicas, se veía obligado a desprenderse de aquella parte de su sala de estar y la ofrecía a un precio tres veces superior al que había pagado hace un lustro en cómodos plazos. Todo su aspecto reflejaba bien a las claras las penurias económicas presentes, aunque por mucho que se fijara uno no entresacaba de su oscura fisonomía ningún signo que pudiera hacer referencia a tiempos mejores.
            Junto con los puntos negros que tapizaban sus ojos llamaba la atención el pelo blanco y ralo que cubría medianamente el cráneo y las profundas arrugas que nacían de los susodichos puntos negros y que se abrían hacia las sienes como los surcos que deja la sequía en terreno quebradizo. Tenía los hombros caídos hacia adelante rebajando un poco más su escasa estatura.
            Si su aspecto físico era poco agraciado su conversación no lo era más. Planteaba un tipo de argumentos de una pobreza casi insultante, comparando el mercado de los libros con el de los pisos, asegurando que de la misma forma que las viviendas incrementan su precio, también los libros lo hacen y se revalorizan. Pero quizás lo más repulsivo que le había resultado al presunto comprador de sus joyas bibligráficas fuera el olor añejo de suciedad incrustada y vieja. Se figuró que el vendedor de libros tendría el cuerpo lleno de esos hoyos negros en donde acumulaba la porquería que iba cosechando durante los trasiegos de acarrear libros y sudar las solaneras implacables de las calles terrosas y secas de la ciudad, porque se había presentado un día de junio en medio de los calores subidos del mediodía de este sur de sures.
            Este hombre insignificante esperó pacientemente a que su cliente hiciera una gestión telefónica para indagar el verdadero valor de los libros que ofrecía. Durante el tiempo de espera se fué haciendo a la idea de que la venta finalmente no se realizaría y que tendría que acarrear otra vez la pesada carga en lugar de volver al coche con la ligereza de los billetes de banco y no con aquellos insufribles mamotetros que ni siquiera había tenido la curiosidad de hojear desde el día que los recibió. Calculó por su parte que no debería abaratar el producto y pensó, durante todo el rato que duró la conversación telefónica en contraatacar con el argumento de los pisos.
            Así que cuando su interlocutor le ofreció exactamente la tercera parte de lo que él pedía que era, a su vez, el valor que tuvo el libro cuando se puso a la venta hace unos diez años, contestó, rápido como una bala y ágil como una liebre, mientras recogía los libros: Pero de eso hace ya casi trece años y los libros como los pisos suben de valor.
-¿No me irá usted a comparar un libro viejo con un piso? preguntó a modo de respuesta su interlocutor.
-¿Y porqué no? Los dos se revalorizan con el tiempo, respondió también a modo de pregunta el hombrecillo y pensando que debería añadir un toque de distinción continuó, no crea, yo también soy universitario y se lo que valen los libros y las oportunidades que uno pierde a veces. Una vez no quise yo comprar una enciclopedia de las ciencias a un precio determinado y más tarde tuve que pagar el doble porque la necesitaba mi hijo, el doble, le digo, tuve que pagar.
-Pero no es el caso, contestó impávido su interlocutor.
-Una obra de arte, continuó el vendedor sin interpretar el último inciso de su interlocutor, siempre tiene valor y un libro vale más que el oro...
-En un sentido figurado dirá usted, interrumpió el ya abortado comprador.
-Nada de eso, el oro puede depreciarse y de hecho ahora está en baja, pero en cambio las obras de arte siempre estarán en alza.
-Quizás, puede, pero lo siento, perdone las molestias, si alguna vez piensa en bajar el precio del libro quizás pudiera interesarme.
-Ni hablar, prefiero quedarme con él. Por lo demás esto son cosas del negocio, adios, buenos días.
            El hombrecillo desapareció con una sonrisa natural, nada fingida, sintiéndose quizás por primera vez relajado. En el fondo amaba a ese libro y no quería desprenderse de él. Eran muchos los años que le venía acompañando en la estantería de la sala junto con los retratos familiares y otras piezas domésticas. Apretándolo contra el pecho se dirigió hasta el coche para irse a casa. Allí volvió a colocar el Quijote en su sitio, se sentó en su butaca que sabía acogerlo como nadie y se sintió aliviado alegrándose de no haberse desprendido de una parte de su intimidad.

CIRANO