Tenía,
ribeteándole los ojos, en los pómulos, una serie de puntos negros como
concentraciones de carbón; minúsculas bocas de mina que le daban una impresión
de suciedad arraigada y profunda. Su interlocutor pensó que aquello era una
señal de miseria, no tanto material como espiritual. Por lo demás toda su
expresión era raída y sucia. Calzaba unas zapatillas de las de andar por casa
sobre las que caían los sobrevueltos de unos pantalones negros con vetas
blancas de un tejido como de lino, poco moldeable y que colgaban sin garbo por
unas piernas que se adivinaban finas y nudosas como sarmientos. Llegó envuelto
en una sensación de cansancio, más ficticia que real, como queriendo añadir un
factor de sufrimiento al valor de los libros que le intentaba vender. Era un
Quijote en tres tomos, publicado hace unos diez años por una de esas casas
editoriales que se fijan más en el aspecto estético de los libros que en su
contenido, poniendo al alcance de una gran masa de público obras maestras que
jamás tocarán y que solo le servirán para adornar el salón de su casa.
Este
hombre, por motivos que vagamente confesó como dificultades económicas, se veía
obligado a desprenderse de aquella parte de su sala de estar y la ofrecía a un
precio tres veces superior al que había pagado hace un lustro en cómodos
plazos. Todo su aspecto reflejaba bien a las claras las penurias económicas
presentes, aunque por mucho que se fijara uno no entresacaba de su oscura
fisonomía ningún signo que pudiera hacer referencia a tiempos mejores.
Junto
con los puntos negros que tapizaban sus ojos llamaba la atención el pelo blanco
y ralo que cubría medianamente el cráneo y las profundas arrugas que nacían de
los susodichos puntos negros y que se abrían hacia las sienes como los surcos
que deja la sequía en terreno quebradizo. Tenía los hombros caídos hacia
adelante rebajando un poco más su escasa estatura.
Si
su aspecto físico era poco agraciado su conversación no lo era más. Planteaba
un tipo de argumentos de una pobreza casi insultante, comparando el mercado de
los libros con el de los pisos, asegurando que de la misma forma que las
viviendas incrementan su precio, también los libros lo hacen y se revalorizan.
Pero quizás lo más repulsivo que le había resultado al presunto comprador de
sus joyas bibligráficas fuera el olor añejo de suciedad incrustada y vieja. Se
figuró que el vendedor de libros tendría el cuerpo lleno de esos hoyos negros
en donde acumulaba la porquería que iba cosechando durante los trasiegos de
acarrear libros y sudar las solaneras implacables de las calles terrosas y
secas de la ciudad, porque se había presentado un día de junio en medio de los
calores subidos del mediodía de este sur de sures.
Este
hombre insignificante esperó pacientemente a que su cliente hiciera una gestión
telefónica para indagar el verdadero valor de los libros que ofrecía. Durante
el tiempo de espera se fué haciendo a la idea de que la venta finalmente no se
realizaría y que tendría que acarrear otra vez la pesada carga en lugar de volver
al coche con la ligereza de los billetes de banco y no con aquellos insufribles
mamotetros que ni siquiera había tenido la curiosidad de hojear desde el día
que los recibió. Calculó por su parte que no debería abaratar el producto y
pensó, durante todo el rato que duró la conversación telefónica en contraatacar
con el argumento de los pisos.
Así
que cuando su interlocutor le ofreció exactamente la tercera parte de lo que él
pedía que era, a su vez, el valor que tuvo el libro cuando se puso a la venta hace
unos diez años, contestó, rápido como una bala y ágil como una liebre, mientras
recogía los libros: Pero de eso hace ya casi trece años y los libros como los
pisos suben de valor.
-¿No me irá usted a comparar un
libro viejo con un piso? preguntó a modo de respuesta su interlocutor.
-¿Y porqué no? Los dos se
revalorizan con el tiempo, respondió también a modo de pregunta el hombrecillo
y pensando que debería añadir un toque de distinción continuó, no crea, yo
también soy universitario y se lo que valen los libros y las oportunidades que
uno pierde a veces. Una vez no quise yo comprar una enciclopedia de las
ciencias a un precio determinado y más tarde tuve que pagar el doble porque la
necesitaba mi hijo, el doble, le digo, tuve que pagar.
-Pero no es el caso, contestó
impávido su interlocutor.
-Una obra de arte, continuó el
vendedor sin interpretar el último inciso de su interlocutor, siempre tiene
valor y un libro vale más que el oro...
-En un sentido figurado dirá
usted, interrumpió el ya abortado comprador.
-Nada de eso, el oro puede
depreciarse y de hecho ahora está en baja, pero en cambio las obras de arte
siempre estarán en alza.
-Quizás, puede, pero lo siento,
perdone las molestias, si alguna vez piensa en bajar el precio del libro quizás
pudiera interesarme.
-Ni hablar, prefiero quedarme con
él. Por lo demás esto son cosas del negocio, adios, buenos días.
El
hombrecillo desapareció con una sonrisa natural, nada fingida, sintiéndose
quizás por primera vez relajado. En el fondo amaba a ese libro y no quería
desprenderse de él. Eran muchos los años que le venía acompañando en la
estantería de la sala junto con los retratos familiares y otras piezas
domésticas. Apretándolo contra el pecho se dirigió hasta el coche para irse a
casa. Allí volvió a colocar el Quijote en su sitio, se sentó en su butaca que
sabía acogerlo como nadie y se sintió aliviado alegrándose de no haberse
desprendido de una parte de su intimidad.
CIRANO
Qué gusto dan estos tiempos en los que podemos poner tranquilamente a la venta aquella de lo que no nos queremos desprender...
ResponderEliminarExiste una costumbre en algunas ciudades españolas, dejar un libro en un banco de un paseo, para que lo retiré alguna persona que le interese. Además de educar es útil para saber las opiniones de sus anteriores usuarios, ya que suelen poner escolios con opiniones y ver el recorrido del libelo.
ResponderEliminarInteresante no?