Sabía que mi
padre había muerto de un problema vascular, pero siempre lo recordaba como algo
muy lejano, y que me encontraba tan alejado de una edad peligrosa, que nunca
tomé precauciones sobre mi salud. Tenía todos los factores de riesgo, fumaba,
bebía y comía como un poseso, pero nada me preocupaba, porque además no estaba
obeso y cuidaba mi forma física con un ejercicio moderado, jugaba al golf.
En todos los
años de mi existencia no había tenido ninguna enfermedad sería, algún achaque
ocasional que podía resolver con un analgésico, y pare usted de contar. Lo que
ocurre a partir del 12 de febrero de 2010, forma parte de recuerdos pero poco
fiables porque sufro un trastorno físico y psíquico que me produce muchas
limitaciones.
Me han contado
que me encontraba jugando al golf, cuando al realizar el segundo golpe del hoyo
nueve me desvanecí cayendo al suelo. Me hicieron primera asistencia, compañeros
de partida médicos, mientras llegaba una ambulancia de los servicios de
urgencia. Que entré en estado de coma en el Hospital y que me diagnosticaron de
accidente cerebro vascular, que me hicieron cantidad de maniobras diagnosticas
y terapéuticas por el interés que mostraron mis amigos médicos, pero que
auguraban un mal porvenir porque la destrucción de cerebro que padecía era tan
extensa que seguro me dejaría secuelas graves.
A partir de los
siguientes días comencé a despertar mis sentidos muy lentamente, y solo desde
la tercera semana comencé a sentir.
Reconocí a mi mujer y mis hijas, pero cuando intentaba hablar solo conseguía balbucear cosas sin sentido. Como me agité me
dieron explicaciones y me pidieron paciencia para conseguir recuperarme, y que
empleara todas mis energías en la rehabilitación. A los varios días apareció
una joven que dijo llamarse Cándida y que se ocuparía de mi fisioterapia. Le
miré como si usara signo de comprensión
y asentimiento y me sonrió. Levantó el brazo derecho y me pareció que levantaba
el de alguien ajeno, cayo inerte junto a mi cuerpo. Con la pierna derecha paso
igual, no conseguía reconocerla como mía y no tenía actividad alguna. Mi lado
izquierdo no parecía tener deficiencia alguna, cuando le miraba le reconocía
como mi mano de siempre y se movía cuando se lo pedía, eso si realizando un
esfuerzo con mi mente.
Dos horas más
tarde apareció un señor mayor que dijo ser logopeda, no me gusto porque mascaba
chicle y comenzó con bastante desgana a pedir que dijera el abecedario, como si
fuera un niño pequeño, por más que lo intenté no conseguí articular palabra. Se
fue cuando le miré con los ojos de “vete a hacer puñetas”
La tarde estaba
dedicada a mi familia, que se sentaban y cuchicheaban, me imagino cosas de sus
vidas llenas de esperanzas. Usando mi mano izquierda hice señas para conseguir
papel y lápiz, pero solo al final me prometieron traer una pizarra de cuando
eran jóvenes y les enseñaba las letras.
Aquella noche
sentí escalofríos y me invadió un terrible pesar. Cuando llego Cándida en la
mañana siguiente, le miré con los ojos de tristeza y me entendió. Se sentó
junto a mí y me dio papel y lápiz. No tenía práctica y me costó colocar alguna
palabra, pero le escribí “Ayúdame” Sonrió y me tocó la mano con cariño, después
muy en su papel comenzó a moverme mi absurdo
lado derecho del cuerpo, y todo seguía igual, el antebrazo doblado sobre
un codo muy rígido y los dedos cada cual por su lado señalando las direcciones
del espacio. Ante mi especial desmotivación
me propuso ir al gimnasio el día siguiente, para comenzar a levantarme y ver las cosas de forma distintas, se lo
agradecí y paso otro día con logopedas, visitas, familia y quizás deudores.
Estando al fin solo, pude centrarme en escribir algunas notas, cuando mi mujer
vino a última hora de la tarde-noche se lo enseñé. Le pedía me ayudara a bien morir,
no quería vivir con esta severa limitación y dependiente todo lo que viviera de
ayuda ajena. Con mucha paciencia me pidió comprensión para con toda la familia,
que no fuera egoísta y que seguro me recuperaría lo suficiente para tener
independencia. Que había hablado con los bancos y que había liberado nuestros
dineros y que disponiendo de él y con su gestión, seguro que no tendrían
dificultades. Negué con la cabeza y señalé el papel, quería que entendiera que
yo quería evitar pasar por todo este calvario. Me contentó con unos “cariños”
poco sentidos y me aseguró continuaríamos aquella charla.
Pasé toda la
noche en blanco pensando en como podría retomar las riendas de mi vida, porque
algo tenía seguro, así no estaba dispuesto a mal vivir lo que me quedara de
vida. ¿Pero como? Escribí y firme unas últimas voluntades para disponer de
libertad y tiempo en acabar lo que yo dispusiera, y me quedé dormido bastante
satisfecho de mis decisiones.
Me despertó el
ruido del desayuno y el griterío de las pinche, pero aunque había dormido poco
y lo sentía dentro de mi cabeza, estaba contento. Ya con más práctica conseguí
escribir otra nota para la dulce Cándida, que en cuanto llegó para acompañarme
al gimnasio, se la entregué. Se sentó en
la cama y me habló con entereza. Estaba viviendo con una chica y era feliz con ella, su religión le impedía
tomar medidas trágicas para con la vida de los demás y de la suya, y el único
sentimiento que tenía para mi desgracia era luchar para conseguir mejorar mi
calidad de vida.
Perdí las
esperanzas y entre en una profunda depresión que solo se alivio con el uso de
medicación intensa y el alta hospitalaria para continuar la rehabilitación de
forma ambulatoria. Durante tres meses me
rehabilitaron diversos fisioterapeutas que consiguieron poco, hasta que la
Compañía de Seguro decidió a través de un pomposo médico rehabilitador darme el
alta. Mi situación era la siguiente, una severa incapacidad física, a duras penas caminaba y contando que
me desplazaba hacia un lado, no podía hacer la mayoría de las necesidades
higiénicas, me cansaba prestar atención más de veinte minutos por lo cual leía
muy lentamente, me era imposible salir a la calle por agotamiento físico,
había perdido mi interés por los sentimientos y por el sexo, y yo solo era y
soy, un remedo de lo que he sido y es una persona. Mi familia me propone
llevarme a un clínica donde tenga los cuidados necesarios y me ayude a valerme
solo, pero sé que ni llega al grado de compasión, es solo que están cansado de
ver un ser aburrido y tullido, que no tiene esperanza y solo desea morir. Cada
día me dan montones de pastillas de Xeroquel, que yo sé acabaran conmigo y
mientras espero, sentado en un butaca con una ulcera en el sacro y mirando a un
infinito que parece interminable. Si alguien quiere visitarme, vivo en la
Residencia Diógenes, calle del Buen Suspiro numero 22 de la ciudad de
Bucaramanga.
INDALESIO Marzo 2014