Era comienzo de
los años setenta, un momento convulso en el mundo en que se vivía y en especial
en la vida de Decudermo. Recién terminados los estudios universitarios,
comprometido políticamente, y con una enorme suficiencia producto de sus pocos
años y su mucha e intensa independencia,
por ausencia física de sus padres, creía que el mundo estaba dividido en
dos, los buenos que apoyaban sus ideas y los malos que lo formaban todos los
demás. Su intransigencia le hacia caminar con la vista por encima de los demás,
y divisando la persona que en el horizonte podía acceder a su compañía y
amistad.
Cierto día
acompañado de su inseparable cartera en bandolera, con muda y papeles comprometedores,
bajó la vista unos segundos para evitar un bordillo, y se encontró con un
antiguo compañero de colegio. Inmediatamente Decudermo giro la cabeza para
evitar su encuentro, pero ya era tarde, El López le cortaba el paso. Además su
radio de acción era amplio por el uso de una muleta, lo cual le permitió
alargar el brazo cerrando una posible escapada. Le miró y sintió un escalofrío,
su cara surcada por una cicatriz que partía su nariz y el color terroso de su
faz le hacía sentir una cierta clase de repulsión. Para abundar más en su
físico, despedía un olor tenue, pero identificable como una mezcla de suciedad,
sudor y algo parecido al azufre, todo ello aderezado con algo dulzón que podría parecer perfume
pasado de fecha.
Sabía que aquel
siniestro compañero había tenido una vida complicada, muy diferente a la de él,
y se decía en su ambiente, que se debía
de evitar porque colaboraba con la policía mediante la delación. Había sufrido
un accidente y había perdido la articulación de la rodilla y en el único
trabajo que se le conocía le habían arrojado desde un andamio sufriendo
múltiples lesiones.
Le saludó con
cierto distanciamiento y le negó la mano, El López la retiró con rapidez y
disimulo, entonces entabló un soliloquio donde le explicó que el no era un
chivato, que no consumía drogas en la actualidad y que solo quería unas monedas
para poder comer. Que siendo un currinche le habían negado trabajo en todos
periódicos y que no había sido tan malo como otros decían, aunque en verdad
tampoco podía negar que era un cabeza loca, que había dado muchos disgustos a
sus padres y algunos amigos, y en especial no había sabido dar una vida
adecuada a su hija.
Cuando termino
su perorata, Decudermo estaba sorprendido y confuso, aceptó que aquel hombre
era un embustero compulsivo, pero que él no era nadie para juzgarlo ni
reprocharle nada, cada cual puede hacer con su vida lo que quiera, y que
bastante tenía con la marginación que sufría. De todas formas se permitió dar
un consejo, si te lavas quizás algunos no te evitaran.
El López aún
con este gesto de humillación, continuó justificándose, olía mal porque tenía
una insuficiencia renal y su piel esta impregnada de restos orgánicos que sus
riñones depuraban mal. Ahora fue Decúdermo quién se justifico, pero continuó
con palabras más propia de reproches, que de alivio de una situación incomoda.
Cuando habían pasado varios minutos, intentó salir del asalto, pero El López
mucho más hábil y acostumbrado a estos escarceos, interpuso su cuerpo y alargó
la muleta. Entonces le pidió sin tapujos
algunas monedas para comer.
Decudermo
haciendo gala de su suficiencia y aderezado con soberbia, le propuso un trato,
quinientas pesetas si le encontraba una revista publicada en 1930 que defendía
las posiciones de su abuelo republicano federalista. El López sonrió con mucho
sigilo y sin manifestar sentimiento alguno, inmediatamente alargó la mano para
recibir las quinientas pesetas. Una vez consolidado el acuerdo se separaron.
El próximo
encuentro ocurrió tres meses después, ambos no se evitaron y con
manifestaciones de alegría, Decudermo golpeó suavemente el hombro del López y
este volvió a quedarse con la mano suspendida en el aire. Se preguntaron por
sus respectivos intereses, y El López no recordaba nada del encargo. Decudermo decidió
no juzgarlo y le volvió a dar algunas monedas, incluso de algún mayor valor.
Así se estableció con una cierta asiduidad los encuentros, Decudermo sabía que
todo el mundo le rehuía y que vivía de la caridad de unos pocos, así que
decidió formar parte de la nomina de los sufridores del López.
Cierta tarde
Decudermo esperaba un cita con un enviado de un partido político de la
clandestinidad, la cita estaba concertada en el café Madrid a las seis de la
tarde. Por motivos de seguridad se esperaba con disimulo en un lugar distante
desde donde podía avizorar la llegada del enviado, también era costumbre tener
paciencia porque existía unas demoras por motivo de la seguridad, curiosamente
solo del que llegaba. Estando ya próxima la hora máxima de espera, límite
permitido, Decudermo escuchó el golpeteo de la muleta que reconoció como del
López, algo confundido se volvió para dar la espalda. Pero El López se le
acercó y le tendió la mano en señal de pedir, mientras le dijo con mucho sigilo
y precaución que la policía estaba al acecho y conocían todos los movimientos.
Inmediatamente desapareció camino del Café Madrid, Decudermo con el corazón
latiendo a mil por momentos, se fue desapareciendo entre los lugares más
concurridos, hasta que se sintió más seguro. Supo que también había avisado al
enviado del partido clandestino, y que sus ingresos más importantes los
conseguía del conocimiento exhaustivo de
la ciudad y de todos sus habitantes, posiblemente trabajaba para ambos
intereses.
Desde entonces
cada mes aparecía y asaltaba a Decudermo con mucho sigilo. Le entregaba un
papel lleno de letras al estilo Romance, que guardaba con delicadeza, y a
cambio de una monedas le acompañaba en el trayecto hasta el tranvía, contando
batallitas de su perra vida y su mala cabeza.
INDALESIO Julio 2014