jueves, 31 de julio de 2014

LOS BESOS QUE SIEMPRE DESEÉ

                     

Conocí a Maruja en la puerta del templo de la sabiduría, donde yo al ser un Dios menor me aburría, sentado en el poyete que disponía en cada lado de la puerta. Cada día me sentaba esperando la llegada del purificador sol que todo lo ilumina y que da un agradable calor. Bostezaba y giraba la cabeza a derecha e izquierda  para contemplar cuantos venían y cuantos iban. Aquel día encontrándonos ya pasado el equinoccio de primavera y aun esperando la llegada del calor, me senté abrigado con la enorme capa que albergaba mi impúdico y muy  desarrollado cuerpo. Cuando giré la cabeza hacia el lugar por donde solían venir los cortejos, pude contemplar una gran luminosidad que me hizo entornar los ojos, entre mis pestañas entreví que esa luminosidad la desprendía un cuerpo concreto, y un cuerpo maravilloso. No entendí como un solo cuerpo puede dar tanto resplandor, aunque siendo un Dios menor no es extraño que ignore algunas cosas, pero jamás había visto que un humano acaparara tanta energía. Tapé mis ojos para no ser deslumbrado, y busqué, cuanto molestaba ese fulgor a los demás, y cual sería mi sorpresa cuando todos pasaban o se cruzaban sin que la luz reveladora inquietara sus facciones. Y digo reveladora porque enseguida comprendí que esa corporeidad no era humana sino perteneciente a la misma casta que yo, a saber hijos de un Dios menor.
Tenía mi misma altura, sus andares eran firmes y contoneaban sus poderosas caderas, sus vestidos nada llamativos eran breves a nivel de sus muslos, dejando ver unas poderosas piernas con una piel clara y perfilada por unas medias que  subían  arriba de las rodillas. El pelo cortado muy ralo le hacía una cabeza muy redonda, y en especial llamaba la atención en su cara unas grandes antiparras que le cubrían sus ojos y gran parte de su faz.
Aún sin conocer lo que ocultaba aquellos artilugios que tapaban sus facciones, me sentí enamorado por unos labios carnosos y muy sensuales. Reconstruí con mis habituales poderes el color de sus ojos y el tamaño y ya no me sorprendió, eran perfectos. Las antiparras estaban colocadas en la mediación del caballete de la nariz y permitían ver unas cejas pobladas y cuidadas.  Cuando pasó a mi altura, me levanté en señal de respeto y admiración, y pude percibir la magnificencia de aquel cuerpo que ya deseé fuera mío. Aún encontrándome vestido con harapos y cubierto con mi manto de estudiante, le perseguí observando la belleza de aquel cuerpo y su magnifico ritmo. Noté que ella me sintió, porque enderezó su cuello y erizo los pelos de la base de su cuello, entonces disminuyo su ritmo de zancada y comenzó un remoloneo seductor que me hizo trastabillar.  
Se paró y me pregunto sin tapujos cual era mi nombre. Tartamudeé entre la sorpresa de la pregunta y el no saber que decir, yo al fin era hijo de Himero pero no deseaba que nadie supiera mi relación con Eros y sus descendientes, ya que el prestigio de mi hermano Anteros me había hecho bastante daño. Di una excusa y con gran trabajo una mentira, para que no pareciera más idiota de lo que realmente era. Le pedí permiso para acompañarla y sin dilación me autorizó.  
Me convertí a su lado en un personaje bastante disminuido, continuaba un enorme halo cubriendo el espacio que ella ocupaba y tan segura de si, que comencé a sentirme humillado por mi otrora capacidad de seducción y que tan buenas dadivas me habían producido. Enderecé mi torso y metí en vientre, pero realmente nada mejoraba, todo lo ocultaba mi poderosa capa manto de estudiante. Nada de lo que intentaba servía para cualquier cosa, pero extrañamente ella no perdía el interés por estar conmigo, y me llenaba de palabras elogiosas, como si fuera de un rango que precisara apoyo.
Llegamos a su vivienda y con cortesía me despedí, ella entonces me preguntó cuando nos volveríamos a ver. De nuevo balbuceé una excusa, y muy idiota de mí, rechacé un nuevo encuentro.
La siguiente vez que la ví, había trascurrido varias estaciones y su imagen me perseguía, pero por más que la buscaba nunca coincidíamos. Todas las mañanas mantenía mi cabeza girada, sentado en el murete, y esperando su llegada, pero torcía mi cuello más por dolor de la postura que por interés en algún humano.
Pero cierto día, aunque mi estado anímico no era bueno, presentí que la vería, como así fue. Sentí la energía de su halo de fuego y luz, que curiosamente no molestaba a sus paseantes cercanos y por supuesto ni siquiera les llamaba la atención, cuando en efecto la apercibí,  al doblar un ángulo del templo erigido a Jerónimo. Me levanté como poseído por el deseo de Himero y la contemplé. Sus andares, su perfilada silueta, los pasos seguros que hacían oscilar su cuerpo, me hizo reconocerla de inmediato. Pero le encontraba algo distinto, algo  que al estar lejana no podía reconocer, hasta que llegó a un distancia que ambos nos hizo sonreír.
Nos saludamos con la adecuada ceremonia que corresponde a seres de nuestro rango y condición, tocamos las puntas de nuestros dedos y mantuvimos las manos sujetas. Después de unos momentos, reconocí que era lo que faltaba a la imagen de mi amada Maruja, las antiparras, pero antes ella se adelantó y me reprochó mi prolongada ausencia. Confesó que había deseado verme y poder conocerme, aunque ya le habían avisado de mi pésimo comportamiento con el sexo mejor dotado.
Cuando le pregunté por las antiparras, me confeso que se debía a un defecto físico de sus facciones, y que habiendo superado el deterioro decidió retirar el incomodo artilugio. Me sentí avergonzado e indignado por no haber reconocido aquella tara, que quizás solo veía ella, pero que me hizo sentir demasiado humano. Solté sus manos y me giré delante de su luminoso cuerpo, le di la espalda y me retiré hacia las escalinatas del templo de la sabiduría.
Pasados los años, me reproché mi comportamiento estúpido y humano, aquel ser tan maravilloso que podía haberme dado tanta felicidad, lo aparte por mis miedos, quizás heredados de mis ancestros humanos, pero que debo asumir porque así como lo cuento, fueron. Nunca más la volví a ver, solo supe que había emigrado allende territorios más frescos y que quizás era feliz con otro.
Ahora, cuando he salido del templo de la Sabiduría, por deméritos míos, tengo que confesar que jamás he vuelto ha sentir  por alguna mujer lo que sentí por Maruja, y que si en algún lugar permanece le pido tenga a bien tener algún recuerdo grato, de mi humana y estúpida persona. Solo si es así podré descansar en paz, en estos tiempos en que retirado del deseo y de los amoríos, me encuentro buscando la paz para conmigo.

INDALESIO Mayo 2014