Conocí a Maruja
en la puerta del templo de la sabiduría, donde yo al ser un Dios menor me
aburría, sentado en el poyete que disponía en cada lado de la puerta. Cada día
me sentaba esperando la llegada del purificador sol que todo lo ilumina y que
da un agradable calor. Bostezaba y giraba la cabeza a derecha e izquierda para contemplar cuantos venían y cuantos
iban. Aquel día encontrándonos ya pasado el equinoccio de primavera y aun
esperando la llegada del calor, me senté abrigado con la enorme capa que
albergaba mi impúdico y muy desarrollado
cuerpo. Cuando giré la cabeza hacia el lugar por donde solían venir los
cortejos, pude contemplar una gran luminosidad que me hizo entornar los ojos,
entre mis pestañas entreví que esa luminosidad la desprendía un cuerpo
concreto, y un cuerpo maravilloso. No entendí como un solo cuerpo puede dar
tanto resplandor, aunque siendo un Dios menor no es extraño que ignore algunas
cosas, pero jamás había visto que un humano acaparara tanta energía. Tapé mis
ojos para no ser deslumbrado, y busqué, cuanto molestaba ese fulgor a los
demás, y cual sería mi sorpresa cuando todos pasaban o se cruzaban sin que la
luz reveladora inquietara sus facciones. Y digo reveladora porque enseguida
comprendí que esa corporeidad no era humana sino perteneciente a la misma casta
que yo, a saber hijos de un Dios menor.
Tenía mi misma
altura, sus andares eran firmes y contoneaban sus poderosas caderas, sus
vestidos nada llamativos eran breves a nivel de sus muslos, dejando ver unas
poderosas piernas con una piel clara y perfilada por unas medias que subían arriba de las rodillas. El pelo cortado muy
ralo le hacía una cabeza muy redonda, y en especial llamaba la atención en su
cara unas grandes antiparras que le cubrían sus ojos y gran parte de su faz.
Aún sin conocer
lo que ocultaba aquellos artilugios que tapaban sus facciones, me sentí
enamorado por unos labios carnosos y muy sensuales. Reconstruí con mis
habituales poderes el color de sus ojos y el tamaño y ya no me sorprendió, eran
perfectos. Las antiparras estaban colocadas en la mediación del caballete de la
nariz y permitían ver unas cejas pobladas y cuidadas. Cuando pasó a mi altura, me levanté en señal
de respeto y admiración, y pude percibir la magnificencia de aquel cuerpo que
ya deseé fuera mío. Aún encontrándome vestido con harapos y cubierto con mi
manto de estudiante, le perseguí observando la belleza de aquel cuerpo y su
magnifico ritmo. Noté que ella me sintió, porque enderezó su cuello y erizo los
pelos de la base de su cuello, entonces disminuyo su ritmo de zancada y comenzó
un remoloneo seductor que me hizo trastabillar.
Se paró y me
pregunto sin tapujos cual era mi nombre. Tartamudeé entre la sorpresa de la
pregunta y el no saber que decir, yo al fin era hijo de Himero pero no deseaba
que nadie supiera mi relación con Eros y sus descendientes, ya que el prestigio
de mi hermano Anteros me había hecho bastante daño. Di una excusa y con gran
trabajo una mentira, para que no pareciera más idiota de lo que realmente era.
Le pedí permiso para acompañarla y sin dilación me autorizó.
Me convertí a
su lado en un personaje bastante disminuido, continuaba un enorme halo
cubriendo el espacio que ella ocupaba y tan segura de si, que comencé a sentirme
humillado por mi otrora capacidad de seducción y que tan buenas dadivas me
habían producido. Enderecé mi torso y metí en vientre, pero realmente nada
mejoraba, todo lo ocultaba mi poderosa capa manto de estudiante. Nada de lo que
intentaba servía para cualquier cosa, pero extrañamente ella no perdía el
interés por estar conmigo, y me llenaba de palabras elogiosas, como si fuera de
un rango que precisara apoyo.
Llegamos a su
vivienda y con cortesía me despedí, ella entonces me preguntó cuando nos
volveríamos a ver. De nuevo balbuceé una excusa, y muy idiota de mí, rechacé un
nuevo encuentro.
La siguiente
vez que la ví, había trascurrido varias estaciones y su imagen me perseguía,
pero por más que la buscaba nunca coincidíamos. Todas las mañanas mantenía mi
cabeza girada, sentado en el murete, y esperando su llegada, pero torcía mi
cuello más por dolor de la postura que por interés en algún humano.
Pero cierto
día, aunque mi estado anímico no era bueno, presentí que la vería, como así
fue. Sentí la energía de su halo de fuego y luz, que curiosamente no molestaba
a sus paseantes cercanos y por supuesto ni siquiera les llamaba la atención,
cuando en efecto la apercibí, al doblar
un ángulo del templo erigido a Jerónimo. Me levanté como poseído por el deseo
de Himero y la contemplé. Sus andares, su perfilada silueta, los pasos seguros
que hacían oscilar su cuerpo, me hizo reconocerla de inmediato. Pero le
encontraba algo distinto, algo que al
estar lejana no podía reconocer, hasta que llegó a un distancia que ambos nos
hizo sonreír.
Nos saludamos
con la adecuada ceremonia que corresponde a seres de nuestro rango y condición,
tocamos las puntas de nuestros dedos y mantuvimos las manos sujetas. Después de
unos momentos, reconocí que era lo que faltaba a la imagen de mi amada Maruja,
las antiparras, pero antes ella se adelantó y me reprochó mi prolongada
ausencia. Confesó que había deseado verme y poder conocerme, aunque ya le
habían avisado de mi pésimo comportamiento con el sexo mejor dotado.
Cuando le
pregunté por las antiparras, me confeso que se debía a un defecto físico de sus
facciones, y que habiendo superado el deterioro decidió retirar el incomodo
artilugio. Me sentí avergonzado e indignado por no haber reconocido aquella
tara, que quizás solo veía ella, pero que me hizo sentir demasiado humano.
Solté sus manos y me giré delante de su luminoso cuerpo, le di la espalda y me
retiré hacia las escalinatas del templo de la sabiduría.
Pasados los
años, me reproché mi comportamiento estúpido y humano, aquel ser tan
maravilloso que podía haberme dado tanta felicidad, lo aparte por mis miedos,
quizás heredados de mis ancestros humanos, pero que debo asumir porque así como
lo cuento, fueron. Nunca más la volví a ver, solo supe que había emigrado
allende territorios más frescos y que quizás era feliz con otro.
Ahora, cuando
he salido del templo de la Sabiduría, por deméritos míos, tengo que confesar
que jamás he vuelto ha sentir por alguna
mujer lo que sentí por Maruja, y que si en algún lugar permanece le pido tenga
a bien tener algún recuerdo grato, de mi humana y estúpida persona. Solo si es
así podré descansar en paz, en estos tiempos en que retirado del deseo y de los
amoríos, me encuentro buscando la paz para conmigo.
INDALESIO Mayo
2014
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