domingo, 16 de diciembre de 2018

EL JARDÍN






Vivíamos en una casa grande de construcción colonial, un cuerpo de casa doble orientado al sur y terminado en una imponente terraza de mármol blanco. A la derecha unos escalones daban acceso a un umbrío jardín no menos grande que la terraza, suelo de cantos rodados blancos y setos bajos en los margenes con murete que cerraban todo el perímetro del jardín. A la derecha del jardín una vivienda de dos plantas, el bajo para el garaje y la superior para vivienda del servicio doméstico. La puerta que daba entrada al jardín era de listones de madera con un cerrojo de seguridad. Justo al lado un ventanal con puerta daba acceso al garaje y a unas madrigueras para conejos. En la planta primera de la vivienda de servicio se llegaba por una escalera de caracol forjada en hierro colado, habitualmente vivían una o dos mujeres con las que mantenía una buena relación, ya que yo era el pequeño de la casa, y aunque no hablaba me comportaba con respeto y cariño hacia ellas, y ellas hacia mi.
Bueno pues esos eran mis territorios, todo mi tiempo libre lo pasaba en los rincones de mi dichoso jardín, una veces amontonando los cantos rodados para hacer defensas de mis misteriosas y fantásticas guerras,acompañados con una generosa colección de soldados de plomos, que en mi fantasía dirigían la victoria de los soldados buenos, limpios y generosos.
También revoloteaban por el extenso jardín algunos pájaros, unos con las puntas de las alas cortadas para que no pudieran volar, y otros enclaustrado en jaulas grandes, llenas de balancines y de maderas donde reposaban la extensa colección de canarios, jilgueros y algunos diminutos orientales.
Una familia muy cercana a mis padres pidió dejar en nuestro jardín dos tórtolas turcas de una variedad muy peculiar y de gran valor ornitológico, y para que no salieran del recinto estaban sujetos por una cable sujetando una de las patas. A mi aquellos animales me gustaban poco, emitían un sonido que me resultaba poco agradable, y el revoloteo es muy escandaloso. Una mañana correteaba por el jardín y lancé una piedra de tamaño mediano sin una finalidad determinada, pero con tan mala fortuna que le di en la cabeza a una de las tórtolas que calló fulminada. No podía creer lo que había organizado, me temblaban las piernas y comencé a llorar, me acerqué al animal y al cogerlo la cabeza se reclinó sobre uno de los lados. Miré en derredor y nadie me había visto, la cogí en mis manos y me dí cuenta que aún estaba caliente, le soplé sobre el pico y pareció moverse, insistí varias veces y abrió los ojos, emitió un sonido más apagado de lo habitual y comenzó a mover las alas. Le acuné con ambas manos y parecía que cada vez mejoraba sus movimientos, le salpiqué unas gotas de agua y continuo su mejoría, hasta un punto que se me escapó de la manos y subió junto a su compañera. La observé durante un rato largo y tenía un comportamiento normal, salvo unas sacudidas de su cabeza de vez en cuando.
El día siguiente desayune con prisa para ver la tórtola, la busqué en la rama de los arboles, solo pude ver una con su canto peculiar. La otra estaba en el suelo sobre los cantos rodados y sin ningún signo de vida. Cuando la cogí estaba fría e inerte, su compañera no dejaba de emitir gritos prolongado y muy intensos, yo tenía los ojos llenos de lágrimas. Asustado por mi delito hipaba sin consuelo, sin contar cuando mis padres se dieran cuenta del asesinato que había cometido. Busqué una caja de zapatos y deposité el pájaro sobre un lecho de hojas verdes y húmedas, después hice un agujero en un parterre de cactus y enterré la caja.
Aquel medio día cuando nos encontrábamos toda la familia dando cuenta del almuerzo, por primera en mi vida abrí la boca y les conté con pelos y señales los acontecimientos con la tórtola. Mis padres se levantaron y cuando creía que me iban a dar un severo castigo, me abrazaron con enormes signos de alegría, según me dijeron era la primera vez que hablaba desde que se produjo mi nacimiento.
INDALESIO