Su imagen la tengo gravada en mis
recuerdos, aunque yo realmente era muy pequeño entre los diez y doce años, pero
he de confesar que le tenía miedo, tanto miedo que cuando llegaba a la
carretera donde tenía que coger el tranvía para ir al colegio, antes miraba por
si aparecía Salvori.
Flaco, extremadamente delgado y
de una gran altura. Aquel hombre de caminar encorvado con pasos cortos y
rápidos, me inspiraba miedo porque veía que no era tan humano como el resto de
los mortales. Siempre con una colilla en su boca hueca porque no tenía dientes,
y habitualmente apagada, aunque lo encendía cada momento. Lo más que llamaba la
atención era que su ropa, vieja y descolorida, siempre estaba limpia, aunque
estuviera ajada.
El pelo ralo y alborotado le
hacía aumentar el desgarbo, pero lo que más llamaba la atención era sus ojos.
Muy pequeños, como si hubiese padecido alguna enfermedad o se los hubiese
cosidos en señal de castigo, solo se veía unos puntitos negros que oscilaban en
su cuenca de la cara.
Jamás hablaba con nadie, y solo ocasionalmente se
acercaba a un adulto para pedir una limosna, eso si solo con el gesto de
alargar la mano con una perrilla en su hueco. Después se marchaba mascullando y
dando pequeños saltitos por la acera o detrás de un tranvía.
Los jóvenes eran su cruz, porque
respondía con supuesta violencia al ruido repetido de cruzar las palmas. Nunca
se le conoció violencia alguna, pero se paraba cuando escuchaba hacer palmas y
hacía espavientos en dirección al infractor de sus normas. El porqué de esa
respuesta a las palmas nadie las conocía, solo que le irritaba y por esa
crueldad de los otros humanos cada vez que aparecía se escuchaban las palmas
tronar. En cierta ocasión en que sonaron las palmas, se volvió y con gestos de
furor corrió con su desgarbado cuerpo hacia donde me encontraba yo. Tuve que
refugiarme en un jardín y esconderme detrás de un seto de bouganvilleas. Cuando
pasó de largo me di cuenta que me había meado en los pantalones, y volví a mi
casa todo avergonzado.
Quizás unos años después, se
corrió la voz que había muerto, pero cuando volví a encontrarlo detrás de un
tranvía con su paso ligero y con un ligero rengo, me alegre porque aún se
mantuviera vivo. Fue entonces cuando me enteré de su verdadera historia.
Era hijo de familia humilde pero
trabajadora, era el mayor de cuatro hermanos, su padre cajista en una imprenta
se ganaba las habichuelas con decencia. Su hijo se preparaba en la escuela de
formación profesional de los jesuitas y las hijas ayudaban en la medida de sus
posibilidades. Aguantaron la guerra en la ciudad hasta la llegada de los
italianos en febrero del 1937, después ocurrió la huida hacia Almería. En el
camino detuvieron a toda la familia, se dice que comenzaron a fusilar primero
los padres y después hijos. Salvori escuchó las palmadas para avisar el
fusilamiento del padre y después la madre, cuando le llegó el turno a la hermana
gritó y se abalanzó sobre los soldados. Le encerraron en la cárcel y se pasó
seis meses escuchando las palmadas de aviso para fusilamiento, ignorando el
destino de sus hermanas. Lo pasaron al pabellón psiquiátrico donde vivió atado
con cadenas más de siete años, enmudeció y sobrevivió a unas quemaduras en la
cara que le arrojaron con sal fuman un
compañero de desdichas.
La única hermana que estaba viva
fue a por él al pabellón, y se lo llevo a su casa, donde le alimentaba y le
lavaba la ropa. Nunca recobró el juicio de los ganadores y solo respondía cuando el sonido de la palmas le despertaban
el recuerdo de lo que sufrió en la guerra. Debió morir años después con la única compañía de su
hermana, como otros muchos.