sábado, 21 de marzo de 2015

EL DOCTOR BOVARY (De por aquí)





La primera vez que la vio, la niña lucía un vestido rosado con pliegues recogidos en la cintura que rompían sobre las rodillas dando vuelo al paso. Se figuró que era de seda por un enrejado de ganchillo que tapizaba el pecho, incipiente ya pero agazapado todavía por el pudor. Se fijó en los musculitos de las pantorrillas que se contraían, al presionar la punta del zapato en el suelo, cuando se erguía el pequeño tacón que acababa de estrenar. Le resultó alta, esbelta, de cara risueña y ojos grandes que rehuían la mirada con timidez. A pesar del revuelo que levantó su elegancia entre el grupo de adolescentes que se apostaban en la puerta de la iglesia, el conjunto que vestía quedaría anticuado en la ciudad, pero en el pueblo causó admiración. La vieja familia de los barones volvía después de muchos años para vender las últimas propiedades antes de instalarse en la capital. Se refugiaron en la casa de la abuela intentando rehacerse de la mala racha que había inaugurado la muerte del cabeza de familia. La madre, todavía joven y guapa, podría haber rehecho su vida por algún camino distinto a la abnegación y el luto, pero prefirió sacrificarse en lugar de vivir, acomodarse a lo establecido antes que sacar los pies del plato; lo que la hizo más débil de lo que era, rasgo que heredó la hija pequeña que resultó la más afectada por la pérdida del padre.
La volvió a ver en las clases y en los pasillos del hospital, pero esa coincidencia no fue fortuita. En el pueblo se había ofrecido a ayudar a la viuda en los trámites de la venta del inmueble y el traslado de los recuerdos. El único varón estudiaba fuera y la madre con cuatro hijas por casar se sentía incapaz de gestionar el papeleo que Carlos resolvió. En los despachos que mantuvo con ella pudo intercalar la solicitud de cortejar a la niña menor junto con el ofrecimiento de ayudarla en los estudios de enfermería. La coacción fue asumida por necesidad antes que por convicción, ya que madre e hija eran reacias a emparentar con aquel paisano de peor casa. Pero la seriedad que mostró, el servicio que ofrecía, la constancia y la pesadez hacían cada vez más inevitable las relaciones.
Cuando recibió la autorización para entrar en la casa convirtiéndose en novio formal de la pequeña, que todavía no había cumplido los diecisiete años, empezó a mostrar su verdadera cara. Prohibió los tacones, alargó las mangas, cerró el escote y le hizo bajar la mirada porque todo parpadeo era sospechoso. Era un pobre-buen hombre, celoso, trabajador y todo lo que tienen los mediocres que consiguen, a base de insistir, una mujer que los sobrepasa: alta, guapa y de mejor familia. Emma aceptó con fatalismo la represión que le enseñaban, interpretando la debilidad como muestra de cariño, por lo que se sometió sin queja a un parecer muy distinto al suyo. Hasta entonces le gustaba salir con las amigas, el coqueteo con los estudiantes y los bailes lentos de los guateques, pero desde que se comprometió con Carlos se le terminó la fiesta.
El modelo de hombre con el que soñaba estaba inspirado en el padre que la protegía, el maestro que la cuidaba y el amigo que le transmitía confianza. Su rápida enfermedad y su cruel ausencia la habían sumido en el desconcierto del que, desde luego, no la sacó el contrapunto de brutalidad soterrada en la que se convirtió la convivencia. Aprendió pronto que la tranquilidad valía el precio de la sumisión y la paz del hogar el acomodo a los gustos de su marido, pero como ella era tierna y agradecida no tuvo dificultad en enamorarse y entregarse sin reservas a las exigencias del hombre que resultaba ser bueno por las buenas y muy peligroso por las malas. Era de esos fanfarrones que amenazan con comerse crudo al que mire a su mujer en un bar, pero que lo único que se comen es la bilis cuando se revuelve a solas en casa frente a una mujer asustada.
Como estaba siempre ojo avizor notó algo raro el mismo día que Emma le fue infiel. La interrogó con violencia, la amenazó, la asustó y ella confeso una complicidad mínima con un compañero de trabajo. Durante la escena dejó claro que no iba a permitir de ninguna manera el divorcio ni nada parecido: si de algo estaba seguro es que antes se la llevaba por delante. Pero la reconciliación solo vino a confirmar que ella iba a seguir con sus amores y que él tendría que asumirlo. A pesar del cerco a la que la sometió y a las humillaciones que le hizo pasar tirándole los platos al suelo, gritando y castigando, supo, como se sabe que tiene uno que morir, que cada noche, cada acto de amor, cada gesto, cada caricia, la persona a la que amaba estaba en otra parte. Con esa realidad convivió treinta años, hasta que Emma tuvo la crisis de depresión.
Fue entonces cuando empezó a sentirse dueño de ella. La cuidó, la mimó, la protegió mientras estuvo en cama. Cuando se levantó, hizo algo que no había hecho nunca: ocuparse de las tareas domésticas, ir a la compra, poner la lavadora y prepararse su ropa. Inició una nueva vida desde la seguridad de que Emma le pertenecía: sentía por primera vez la superioridad que nunca pudo imponer por la fuerza y eso le hacía llorar de orgullo, crecido en el castigo como poetizaba Miguel Hernández:

Como el toro he nacido para el luto
y el dolor, como el toro estoy marcado
por un hierro infernal en el costado
y por varón en la ingle con un fruto.
Como el toro lo encuentra diminuto
todo mi corazón desmesurado,
y del rostro del beso enamorado,
como el toro a tu amor se lo disputo.
Como el toro me crezco en el castigo,
la lengua en corazón tengo bañada
y llevo al cuello un vendaval sonoro.
Como el toro te sigo y te persigo,
y dejas mi deseo en una espada,
como el toro burlado, como el toro.
CIRANO