Seguro que era
verano porque yo estaba ocioso, y el recuerdo de Luis siempre va asociado a
cielos luminosos y altas temperaturas. La historia se desarrolla en el jardín
de la casa de mis padres y donde vivíamos toda la familia. No era un jardín
enorme, pero si espacioso y lleno de flores y árboles frondosos. Adosado al
jardín una enorme terraza de mármol blanco y desde donde se podía divisar toda
la bahía de esta ciudad del sur del continente.
El jardín era
además lugar de transito por donde inevitablemente se tenía que pasar para
salir y entrar en la casa. La umbría y el paso de toda la familia había hecho un surco en el césped y yo había
puesto, `por encargo de mi padre, unas lozas de pizarra que nivelaba el suelo y
hacia desaparecer la fea senda de los elefantes. En la valla de separación del
derribo que lindaba al oeste, había un parterre plantado con multitud de calas
y algunas rosas de colores fuertes y
pétalos grandes y luminosos. Justo delante de aquel parterre había un banco de
madera y una butaca de mimbre donde habitualmente se sentaba Luis.
Luis siempre
fue adulto, obeso y con una sola muda de vestir, unos pantalones blancos de
lino y zapatos haciendo juego con la camisa igualmente blanca. Cara gorda y con papada, llamaba la atención
unos ojos inquietos y muy pequeños, que oscilaban en todas direcciones, como
buscando no ser sorprendido. A veces se paraban y miraban algún lugar
fijamente, entonces sonreía porque se sabía observado por mí.
La especial
peculiaridad de Luis es que era hermano de mi padre, y mi padre era su
referencia, igual que lo era para todos nosotros. Como mi padre estaba asociado
siempre con libros, todos amábamos los libros y por supuesto Luis siempre
llevaba un libro incorporado a su sudado
sobaco, y siempre el mismo, quizás porque no era muy grande y su portada estaba
tapizada por un barniz que le daba una luminosidad que le debía llamar la
atención, era Al faro de Virginia Wolf.
Como en mi
barrio había pocos niños, pasaba mucho de mi tiempo cuidando de Luis, aunque no
sabía que tenía que cuidar porque él se cuidaba con suficiencia. Quizás porque
mi padre me dijo meses atrás, que cuando era niño, Luis se había caído de los
brazos de su mucama y se había hecho daños en su cabeza, por eso había que ser
cariñoso con él y cuidarlo.
Yo le hablaba,
pero no él no contestaba a lo que le preguntabas, sino que decía alguna frase
ajena a la pregunta, entonces me miraba y se reía. A veces me acercaba por
detrás para darle un susto, y siempre me sorprendía, incluso cuando estaba con
su libro abierto, libro que habitualmente sostenía en sus manos y se encontraba
al revés. Después de contestarme algunas de sus lapidarias frases, ponía el
libro delante de sus narices y continuaba largas horas moviendo los labios en
su ignara lectura.
En la hora del
almuerzo, le preparaban una mesita en la cocina y comía solo con mi infantil compañía. Profundamente ordenado,
nunca dejaba nada en el plato, y limpiaba hasta la perfección los cubiertos y
platos. Después descansaba en la butaca de mimbre del jardín, con leves
ronquidos que yo no terminaba de ver y oír, porque era la hora de la comida de
mis hermanos y madre.
Por la tarde,
cuando el sol comenzaba su declinar y era indefectiblemente las ocho en punto,
con precisión que yo siempre dudé de donde sacaba, porque su reloj no tenía
manecillas y siempre estuvo parado, se levantaba de la butaca, colocaba una
larga tira de papel entre algunas páginas y colocándose el libro en su sobaco,
se dirigía de nuevo a la cocina para
recibir su dosis de caldo con fideos y una naranja que pelaba de camino a la
pensión donde pasaba la noche, a cincuenta metros de nuestra casa y siempre en
mi compañía. Para despedirse me daba la mano y jamás aceptó que le diera un
beso de despedida.
Murió cinco
años después de forma fortuita en el incendio de un cine, lugar donde pasaba
todas las tardes en los inviernos, viendo la misma película hasta cinco veces,
con un pase que les proporcionaban a mi padre los dueños del cine que eran
clientes de su clínica.
INDALESIO Octubre 2013