sábado, 27 de julio de 2019

ESCENAS DE LA GUERRA DE LOS ESPAÑOLES








He calculado la edad que tendría cuando sufríamos la guerra civil, y eran los siete años. En ese momento paré de aporrear las teclas porque mis ojos se encontraban llenos de lágrimas. Saqué el pañuelo y enjugué ambos ojos, continué no sin antes respirar profusamente para alivio de mi congoja. Luego continué escribiendo aunque me encontraba sobrecogido por una enorme cantidad de recuerdos vividos y padecidos. Cada imagen que me aparecía despertaba los recuerdos más sensibles del almacén de mis entendederas, y también un sentimiento de odio y de repulsa contra los que me hicieron daño, tanto a mí como como a los que formaban parte de mis circulo de familia y amistades. En esta ciudad de Málaga la guerra mantenía ocupado a los adultos, pero los niños no deseábamos ver sufrimientos ni los desatados odios de los que hablaban los mayores, así que nos refugiábamos en lugares donde podíamos jugar a las canicas o mirar el cielo por donde sobrevolaban aviones y proyectiles que nos parecía algo sobrenatural por el lugar que ocupaban. Como eramos niños curtidos en varios años de guerra y miseria, sabíamos cuando nos esperaban para comer y cuando no hacia falta que apareciéramos porque nada había que comer. Esos día nos colábamos en el jardín de Villa Patrocinio y nos sentábamos bajo los naranjos de cachorreñas, nos comíamos tres o cuatro naranjas, con la tripa llena descansábamos durante las horas de mayor canícula. Después arreábamos con los aros metálicos, los más favorecidos, y nos dirigíamos a la casa del cónsul para observar las pasadas que todas las tardes realizaban los aviones, y las descargas de bombas sobre la ciudad, que solo podía defenderse haciendo sonar las las sirenas de aviso para la sufrida población. El viernes ocho de febrero amaneció muy nublado y con bastante frio, mi madre había sufrido algún trastorno y no conseguía hablar pero continuaba organizando nuestra casa, padre salía para conseguir algunas monedas realizando trabajos de enseñanza, era secretario del Instituto Gaona y daba lecciones a los niños de los barrios colindantes y clases particulares a los niños con posición económica más desahogada. Después de un tazón de achicoria con dos gotas de leche, mi padre nos daban recomendaciones sobre los cuidados que deberíamos tener. Yo el más pequeño recibía cuidados e instrucciones especiales, en especial que tenía que estar de vuelta antes de la seis de la tarde con el atardecer. Nos reuníamos en el Jardín de los Monos, aunque siempre se retrasaba alguno de los chavales, y subíamos el Camino Nuevo correteando para que según el orden de llegada proponer lo que íbamos hacer durante el día. Hacía tres meses que no había escuela y solo al final de la tarde cuando volvíamos a casa, mi padre nos sentaba en la sala comedor /dormitorio, y nos contaba episodios de la Historia de España, la mayor de las veces nos quedábamos dormidos apoyados en los antebrazos. Aquella mañana del ocho de febrero llegué el primero a los jardines del Ingles y me gané el privilegio de llamar a la puerta para recibir algunas galletas maría, que después repartía con el resto de la tropa. Aquel día, no salio Reme, la mujer que cuidaba la casa y nos proporcionaba las galletas, sino el propio Inglés con cara desencajada. Nos habló durante un rato en ingles, y nos quedamos mirándole porque ninguno de los nuestros había podido aprender el confuso idioma, pero nos alegró el momento ya que también nos proporciono las deseadas galletas. Luego aquel hombre comenzó a mover los brazos y señalando el lugar por donde habíamos venido, sin más y con los ojos llenos de lágrimas se metió dentro de la casa dando un severo portazo. Un ruido de difícil definición comenzó a oírse e iba en aumento, todos los cuatro chicos nos asustamos y nos refugiamos en los restos de una casa abandonada. Desde allí divisamos una columna de tanques y camiones que se colocaron en formación y que en pocos minutos comenzaron a lanzar bombas y balas en todas direcciones. Cerca, muy cerca de donde estábamos cayeron dos bombas que nos lanzaron por el aire y que dejo inane los cuerpos de mis compañeros de juego. Miré mi pierna derecha y ví roto el pantalón, lo remangué y me quedé horrorizado, tenía un pedazo de carne colgando y un trozo de ladrillo clavado, le saqué y sujeté la herida con la tela del pantalón , me puse de pie y caminé, y milagro podía. El único lugar hacia donde podía dirigirme era al sur, para conseguir alejarme de aquellos salvajes que no paraban de lanzar disparos, corrí por el Camino Nuevo teniendo que pararme de vez el cuando porque se caía la tela que sujetaba la enorme herida. Llegué a la carretera y el panorama era desolador, la mayoría de las casas estaban derruidas y humeantes, yo que aún estaba conmocionado instintivamente me dirigí hacia el oeste quizás el lugar que mejor conocía. Llegué al Hospital de Sangre a la vez que una incesante multitud de gentío corría en dirección contraria a la mía. En la puerta del Hospital caí de bruces a la vez que un celador me intentaba sujetar, me recogió del suelo y me llevo al interior del Hospital. Según me dijo mi padre estuve dos días con fiebre muy elevada y durante ese tiempo me operaron y colocaron una escayola. Tres meses después mi familia fue fusilada, salvo yo que quedé con una severa discapacidad y la necesidad de usar una muleta. Me recogió durante dos años una familia adinerada que jamás manifestó afecto alguno por mi persona y que decidió ingresarme en el colegio de huérfanos de la Misericordia para que enmendara la perra vida que los rojos me habían dado. Luego estuve en una Sanatorio durante diez años curándome de la infección del hueso de la pierna, cuando me dieron el alta busque ayuda pero nada encontré, así que me acogieron en el Cottolengo lugar donde aguardo acabar mis días en la mejor de las situaciones.

INDALESIO