He calculado la edad que
tendría cuando sufríamos la guerra civil, y eran los siete años.
En ese momento paré de aporrear las teclas porque mis ojos se
encontraban llenos de lágrimas. Saqué el pañuelo y enjugué ambos
ojos, continué no sin antes respirar profusamente para alivio de mi
congoja. Luego continué escribiendo aunque me encontraba sobrecogido
por una enorme cantidad de recuerdos vividos y padecidos. Cada imagen
que me aparecía despertaba los recuerdos más sensibles del almacén
de mis entendederas, y también un sentimiento de odio y de repulsa
contra los que me hicieron daño, tanto a mí como como a los que
formaban parte de mis circulo de familia y amistades. En esta ciudad
de Málaga la guerra mantenía ocupado a los adultos, pero los niños
no deseábamos ver sufrimientos ni los desatados odios de los que
hablaban los mayores, así que nos refugiábamos en lugares donde
podíamos jugar a las canicas o mirar el cielo por donde sobrevolaban
aviones y proyectiles que nos parecía algo sobrenatural por el lugar
que ocupaban. Como eramos niños curtidos en varios años de guerra y
miseria, sabíamos cuando nos esperaban para comer y cuando no hacia
falta que apareciéramos porque nada había que comer. Esos día nos
colábamos en el jardín de Villa Patrocinio y nos sentábamos bajo
los naranjos de cachorreñas, nos comíamos tres o cuatro naranjas,
con la tripa llena descansábamos durante las horas de mayor
canícula. Después arreábamos con los aros metálicos, los más
favorecidos, y nos dirigíamos a la casa del cónsul para observar
las pasadas que todas las tardes realizaban los aviones, y las
descargas de bombas sobre la ciudad, que solo podía defenderse
haciendo sonar las las sirenas de aviso para la sufrida población.
El viernes ocho de febrero amaneció muy nublado y con bastante frio,
mi madre había sufrido algún trastorno y no conseguía hablar pero
continuaba organizando nuestra casa, padre salía para conseguir
algunas monedas realizando trabajos de enseñanza, era secretario del
Instituto Gaona y daba lecciones a los niños de los barrios
colindantes y clases particulares a los niños con posición
económica más desahogada. Después de un tazón de achicoria con
dos gotas de leche, mi padre nos daban recomendaciones sobre los
cuidados que deberíamos tener. Yo el más pequeño recibía
cuidados e instrucciones especiales, en especial que tenía que estar
de vuelta antes de la seis de la tarde con el atardecer. Nos
reuníamos en el Jardín de los Monos, aunque siempre se retrasaba
alguno de los chavales, y subíamos el Camino Nuevo correteando para
que según el orden de llegada proponer lo que íbamos hacer durante
el día. Hacía tres meses que no había escuela y solo al final de
la tarde cuando volvíamos a casa, mi padre nos sentaba en la sala
comedor /dormitorio, y nos contaba episodios de la Historia de
España, la mayor de las veces nos quedábamos dormidos apoyados en
los antebrazos. Aquella mañana del ocho de febrero llegué el
primero a los jardines del Ingles y me gané el privilegio de llamar
a la puerta para recibir algunas galletas maría, que después
repartía con el resto de la tropa. Aquel día, no salio Reme, la
mujer que cuidaba la casa y nos proporcionaba las galletas, sino el
propio Inglés con cara desencajada. Nos habló durante un rato en
ingles, y nos quedamos mirándole porque ninguno de los nuestros
había podido aprender el confuso idioma, pero nos alegró el momento
ya que también nos proporciono las deseadas galletas. Luego aquel
hombre comenzó a mover los brazos y señalando el lugar por donde
habíamos venido, sin más y con los ojos llenos de lágrimas se
metió dentro de la casa dando un severo portazo. Un ruido de difícil
definición comenzó a oírse e iba en aumento, todos los cuatro
chicos nos asustamos y nos refugiamos en los restos de una casa
abandonada. Desde allí divisamos una columna de tanques y camiones
que se colocaron en formación y que en pocos minutos comenzaron a
lanzar bombas y balas en todas direcciones. Cerca, muy cerca de donde
estábamos cayeron dos bombas que nos lanzaron por el aire y que dejo
inane los cuerpos de mis compañeros de juego. Miré mi pierna
derecha y ví roto el pantalón, lo remangué y me quedé
horrorizado, tenía un pedazo de carne colgando y un trozo de
ladrillo clavado, le saqué y sujeté la herida con la tela del
pantalón , me puse de pie y caminé, y milagro podía. El único
lugar hacia donde podía dirigirme era al sur, para conseguir
alejarme de aquellos salvajes que no paraban de lanzar disparos,
corrí por el Camino Nuevo teniendo que pararme de vez el cuando
porque se caía la tela que sujetaba la enorme herida. Llegué a la
carretera y el panorama era desolador, la mayoría de las casas
estaban derruidas y humeantes, yo que aún estaba conmocionado
instintivamente me dirigí hacia el oeste quizás el lugar que mejor
conocía. Llegué al Hospital de Sangre a la vez que una incesante
multitud de gentío corría en dirección contraria a la mía. En la
puerta del Hospital caí de bruces a la vez que un celador me
intentaba sujetar, me recogió del suelo y me llevo al interior del
Hospital. Según me dijo mi padre estuve dos días con fiebre muy
elevada y durante ese tiempo me operaron y colocaron una escayola.
Tres meses después mi familia fue fusilada, salvo yo que quedé con
una severa discapacidad y la necesidad de usar una muleta. Me recogió
durante dos años una familia adinerada que jamás manifestó
afecto alguno por mi persona y que decidió ingresarme en el colegio
de huérfanos de la Misericordia para que enmendara la perra vida que
los rojos me habían dado. Luego estuve en una Sanatorio durante diez
años curándome de la infección del hueso de la pierna, cuando me
dieron el alta busque ayuda pero nada encontré, así que me
acogieron en el Cottolengo lugar donde aguardo acabar mis días en la
mejor de las situaciones.
INDALESIO
Pone los pelos de punta!Dolorosa historia, una de tantas y bien contada . Enhorabuena
ResponderEliminar