Vivíamos en una casa
grande de construcción colonial, un cuerpo de casa doble orientado
al sur y terminado en una imponente terraza de mármol blanco. A la
derecha unos escalones daban acceso a un umbrío jardín no menos
grande que la terraza, suelo de cantos rodados blancos y setos bajos
en los margenes con murete que cerraban todo el perímetro del
jardín. A la derecha del jardín una vivienda de dos plantas, el
bajo para el garaje y la superior para vivienda del servicio
doméstico. La puerta que daba entrada al jardín era de listones de
madera con un cerrojo de seguridad. Justo al lado un ventanal con
puerta daba acceso al garaje y a unas madrigueras para conejos. En la
planta primera de la vivienda de servicio se llegaba por una escalera
de caracol forjada en hierro colado, habitualmente vivían una o dos
mujeres con las que mantenía una buena relación, ya que yo era el
pequeño de la casa, y aunque no hablaba me comportaba con respeto y
cariño hacia ellas, y ellas hacia mi.
Bueno pues esos eran mis
territorios, todo mi tiempo libre lo pasaba en los rincones de mi
dichoso jardín, una veces amontonando los cantos rodados para hacer
defensas de mis misteriosas y fantásticas guerras,acompañados con
una generosa colección de soldados de plomos, que en mi fantasía
dirigían la victoria de los soldados buenos, limpios y generosos.
También revoloteaban por
el extenso jardín algunos pájaros, unos con las puntas de las alas
cortadas para que no pudieran volar, y otros enclaustrado en jaulas
grandes, llenas de balancines y de maderas donde reposaban la extensa
colección de canarios, jilgueros y algunos diminutos orientales.
Una familia muy cercana a
mis padres pidió dejar en nuestro jardín dos tórtolas turcas de
una variedad muy peculiar y de gran valor ornitológico, y para que
no salieran del recinto estaban sujetos por una cable sujetando una
de las patas. A mi aquellos animales me gustaban poco, emitían un
sonido que me resultaba poco agradable, y el revoloteo es muy
escandaloso. Una mañana correteaba por el jardín y lancé una
piedra de tamaño mediano sin una finalidad determinada, pero con tan
mala fortuna que le di en la cabeza a una de las tórtolas que calló
fulminada. No podía creer lo que había organizado, me temblaban las
piernas y comencé a llorar, me acerqué al animal y al cogerlo la
cabeza se reclinó sobre uno de los lados. Miré en derredor y nadie
me había visto, la cogí en mis manos y me dí cuenta que aún
estaba caliente, le soplé sobre el pico y pareció moverse, insistí
varias veces y abrió los ojos, emitió un sonido más apagado de lo
habitual y comenzó a mover las alas. Le acuné con ambas manos y
parecía que cada vez mejoraba sus movimientos, le salpiqué unas
gotas de agua y continuo su mejoría, hasta un punto que se me escapó
de la manos y subió junto a su compañera. La observé durante un
rato largo y tenía un comportamiento normal, salvo unas sacudidas de
su cabeza de vez en cuando.
El día siguiente
desayune con prisa para ver la tórtola, la busqué en la rama de los
arboles, solo pude ver una con su canto peculiar. La otra estaba en
el suelo sobre los cantos rodados y sin ningún signo de vida. Cuando
la cogí estaba fría e inerte, su compañera no dejaba de emitir
gritos prolongado y muy intensos, yo tenía los ojos llenos de
lágrimas. Asustado por mi delito hipaba sin consuelo, sin contar
cuando mis padres se dieran cuenta del asesinato que había cometido.
Busqué una caja de zapatos y deposité el pájaro sobre un lecho de
hojas verdes y húmedas, después hice un agujero en un parterre de
cactus y enterré la caja.
Aquel medio día cuando
nos encontrábamos toda la familia dando cuenta del almuerzo, por
primera en mi vida abrí la boca y les conté con pelos y señales
los acontecimientos con la tórtola. Mis padres se levantaron y
cuando creía que me iban a dar un severo castigo, me abrazaron con
enormes signos de alegría, según me dijeron era la primera vez que
hablaba desde que se produjo mi nacimiento.
INDALESIO
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