Era frecuente ver por
nuestro barrio vendedores ambulantes, estaba algo apartado y las
comunicaciones eran bastante precarias.
El que más recuerdo era
Juan, el marengo que llevaba dos cenachos con pescado del día. Solo
podía ir a un barrio, porque al paso de algunas horas a los pescados
se le enturbiaban los ojos y ya nadie los compraba. El truco
consistía en dejar que el pobre Juan subiera las empinadas cuestas
del barrio ofreciendo su producto, y comprarlo cuando ya iba de
vuelta desesperado porque no la había colocado. Su imagen era
inconfundible, una boina negra y pequeña le coronaba su cabeza de
pelos blancos, y una perenne colilla de un cigarro Ideal en la
comisura de sus resecos labios. Siempre iba sin zapatos ni
alpargatas, me fascinaban esos pies gruesos y siempre a la vista por
los pantalones remangados.
La otra persona que se
instaló en mis recuerdos, ignoro su nombre, porque solo venía una
vez cada tres meses o similar, era un apicultor que vendía su
producto, miel de abejas. Me despertaba curiosidad porque llevaba
siempre una mula con las cantaras de miel en ambos lados, y por su
indumentaria, un sombrero de paja y ala ancha y un babero de tela de
franela de color oscuro y abotonado debajo de la barbilla. Tenía la
costumbre de llamar por el portón de debajo de la terraza y ofrecía
sus productos, algo que solíamos comprar por ser mi padre bastante
goloso.
No tendría yo más de
diez años, cuando presencié una escena que me impacto para muchos
años. Aquel día mis padres no estaban como así se lo anuncié al
campesino de la miel, él tiró bruscamente de la serreta del animal
que pegó un salto y se golpeo en un miembro delantero cayendo al
suelo con la pata quebrada. El trabajador de la miel se mordió el
labio inferior con un gesto de rabia, enderezó las cantaras de miel
que empezaban a manar por su boca, mientras el animal intentaba
enderezarse. Él le tranquilizo, hablándole con voz firme pero sin
brusquedades, mientras colocó las cantaras en posición vertical, y
le quitó las alforjas de sujeción.
Se sentó a su lado y le
acarició la quijada, mientras el animal resoplaba, levantó la
cabeza y me preguntó si por el barrio había algún veterinario. Le
conteste que cerca vivía uno que trabajaba en el ayuntamiento, y fui
avisarle. Cuando vio al animal, le preguntó que edad tenía, le dijo
que mucha, aunque no podía precisar. Le miró los dientes y los
ojos, y le dijo con cautela, este animal tienen mucha edad para
recuperarse, así que le recomiendo lo que usted ya sabe. Se
incorporó, le puso una inyección en las ancas traseras y el animal
se tranquilizó. El veterinario se fue, sin recibir emolumento
alguno, y le dijo: “ya tiene usted bastante con la perdida del
animal”. El trabajador de la miel, se quitó su sayo, sombrero y
camisola y me pidió un pico y una pala. Yo estaba en las escaleras
sentado y preguntándome que es lo que allí pasaba, me limité a
suministrarle pico y pala y volví a mi observatorio. Cuando levanté
la mirada, vi como levantaba el pico y en posición travesera golpeo
la cabeza del animal sonando como si estallará algo hueco. Aquel
sonido y la violencia que representaba me hicieron levantarme y
correr completamente despavorido.
Cuando pude compartir con
mis hermanos la escena, volvimos al lugar de los hechos, el hombre
se encontraba terminando de extraer la tierra de la fosa que estaba
haciendo para el animal, que yacía inerte a su lado. Al terminar
empujo la mula al foso y lo cubrió.
Mis padres acudieron, y
el campesino les pidió poder dejar la miel hasta el día siguiente
sobre unas plataformas con agua para evitar las hormigas y demás
insectos. El día siguiente acudió con otro jamelgo y se llevó las
cantaras de miel, nunca más volvió a ofrecer su producto. Mis
padres clausuraron aquella entrada de la casa, y a la escalera y
puerta les llamábamos “la entrada de la mula”.
INDALESIO Agosto 2013
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