Tenía por costumbre hacer el
recorrido con los zapatos en la mano, para que no se deterioraran, eran los
únicos que habían podido comprarles sus padres.
Comenzaré desde los inicios. Cada
día acudía a la escuela para recibir enseñanza del maestro Staupitz, y para
ganarse algo de su sustento diario recorría las casas del pueblo platicando
pequeñas canciones en forma de lieder que le había enseñado su querida madre.
Así sus vecinos que le tenían en gran aprecio por su sencillez y por su bonita
voz le proporcionaban alguna ración de cecina o semillas secas para masticar.
Aún no había amanecido cuando
Marthín se sentaba en el tranco de la puerta de la casa de sus padres, se
desabrochaba los cordones de cuero y se sacaba los abotinados calzados. Con
ellos en la mano se dirigía a la escuela parándose en cada casa y recitando
cancioncillas alegres y populares durante varios minutos. Alargaba la bacina de
peltre para recibir la dadiva y continuaba su caminar. Algunos vecinos le
insistían para que se cubriera los pies, pero él continuaba su costumbre, hasta
que llegaba a la puerta de la escuela donde se calaba los blandos calzos.
Alguna noche, su madre, mujer
juiciosa y entregada a la causa de los intereses de la familia, le insistió a
Marthin que dentro de sus obligaciones
como buen cristiano era el obedecer a sus padres, y que ella le pedía “por los
clavos de cristo” que se pusiera los zapatos para ir cada mañana a la escuela.
El le explicaba con infinita paciencia, que los zapatos deformaban los pies y
hacían perder su función de sustento del cuerpo, y que sentía que el caminar en contacto con la
propia tierra le acercaba más a lo humano, como su padre y hermanos, que
trabajaban la tierra para extraerles sus riquezas.
Era el otoño del 1505, en una
lúgubre y ófrica mañana, con nuestro Marthin entumecido por el frío y
dirigiéndose a la escuela, ambos zapatos en las manos, y sus pensamientos
recordando que la noche anterior su padre le pedía mayor esfuerzo para
conseguir el Bachillerato y poder llegar a los estudios de leyes. Un exagerado
ruido de tormenta sobre su cabeza, que ahogaba sus cánticos cotidianos, y
Marthin mirando hacia los cielos para escrutar indicios de lluvia, cuando vio
acercarse una imponente luz que se dirigía hacia el lugar donde se encontraba.
La explosión fue enorme sintiendo como pasaba por su interior una fuerza de
gran magnitud y que salía por los dedos de los pies.
En ese mismo instante, se invocó
a Santa Ana y le prometió clausura si conseguía no deteriorar su pobre salud.
Tardó más de tres semanas en curar las quemaduras de los dedos de los pies, que
respondió bien a los ungüentos que le aplicaba cada día su querida madre. Pero
quedaron secuelas en los dedos, con deformidades que le acompañarían toda la vida, y que le condicionarían el uso
de zapatos confeccionados a medidas. También sus andares se vieron alterados,
puesto que al caminar realizaba un balanceo intenso debido a las ulceras que
con frecuencia le aparecían en las plantas de los pies.
Pero Marthin consideró que fue un
milagro el conservar la vida y que su promesa de clausura tendría que
cumplirla, a pesar de la oposición de su padre, ilusionado con el deseo de que fuera experto en leyes.
Fue rechazado de varios
monasterios, por lo delicado del padecimiento de los pies. Así que decidió con
la ayuda del zapatero de su pueblo en confeccionar unos calzados con refuerzos
de suela de cuero a la forma y manera de los coturnos de los romanos, y así
consiguió que las ulceras y heridas cerraran para siempre y que jamás sintiera
mayor dolor, dedicando las molestias a corregir los sentimientos de sus tres
perros peligrosos: “la ingratitud, la soberbia y la envidia, que cuando muerden
dejan una herida muy profunda”
INDALESIO DIC.2012
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