domingo, 26 de julio de 2020

LA ESCALERA DE BOBASTRO







Era tan inevitable como el hecho de respirar, no me quedaba más solución que pasar cada día, el calvario de tener que subir los doscientos escalones que separaban la carretera por donde circulaba el tranvía, de la puerta de mi casa. En especial al considerar que yo sólo tengo la edad de once años, y que habiéndome criado protegido por una legión de mucama y una fratría de hermanos que me deseaban amparar de la educación tan descuidada que nos impusieron nuestros padres. El caso es que me encontré de sopetón con el ineludible hecho de tener que asumir un día concreto y a una hora concreta las odiadas escaleras. Volvía de la escuela donde se supone que aprendía hechos concretos de realidades inventadas, lo cual me producía aburrimiento de lo más extenso. Y volvía en un delicioso tranvía eléctrico de madera y color amarillo para que siempre fuera apercibida su llegada, y lleno de muchachos alegres y joviales en las últimas horas de las jornadas escolares. Bajaba en la parada de Bobastro y allí quedaba además de sólo, atenazado por la incertidumbre de tener que subir las dichosas escaleras, y para más dificultad en la hora esa en la que el crepúsculo avanza inexorablemente a una velocidad que se podía apercibí ostensiblemente. El primer tramo se encontraba abovedado por una enredadera tupida que ocultaba la poca claridad que permanecía, y sólo una triste y bruna lámpara justo en el centro del tramo que disponía de cuarenta y ocho escalones. Solo disponía de dos puertas, a derecha e izquierda, aproximadamente a la mediación del oscuro tramo de escalera, y daban a casas matas abandonadas. Aquel tramo aún con suficientes fuerzas, los recorría con soltura y esperanza de una posible huida por la entrada inferior que daba a la carretera. El segundo tramo se presentaba después de recorrer doscientos metros de carril oscuro, y lleno completamente de ruidos arbóreos y sonidos de animales dispuestos para arrullarse o bien dormir sin demasiada ceremonia. Este segundo tramo disponía de sesenta escalones de inusual altura que precisaba un importante esfuerzo físico para poder recorrerlos del tirón. A la derecha y formando frontera discurría un farallón de piedra y cemento protegiendo un jardín de no demasiadas extensión pero si disponía de una densa foresta. En algunos trozos del farallón existía un pasamanos destruido con restos que picudos trozos metálicos, y en el tramo medio había una cancela de hierro amarrada por una cadena con candado. Como los escalones eran tan altos, para mis aún menguadas y poco desarrolladas piernas, subía los escalones apoyándome en las rodillas para impulsarme hacia el siguiente, así subía con sólo dos descansos de breves segundos. Además y debido a la oscuridad de la hora, la situación de pánico me atenazaba hasta tal punto que necesitaba canturrear para avisar, a quién fuera de menester, que se aproximaba un posible problema, a saber un jovial y asustado muchacho de once años. Tardaba tres minutos en recorrer aquellos tramos y desembocar en el llano que daba paso a la casa donde vivía, eso sí llegaba extenuado y con la boca seca más que por el esfuerzo por el inmenso susto y horror que había pasado. Claro que en aquel llano aún no me encontraba seguro, porque la más absoluta oscuridad me acompañaba hasta la puerta de villa Candela. ¿Qué por qué me asustaba, y en especial el segundo tramo de escaleras? Porque allí había vivido un sacerdote grande, que resoplaba como un mulo, y que había muerto arrollado por el tranvía amarillo de madera con jardinera que lo traía de vuelta de la cárcel de mujeres donde desarrollaba su jodido ministerio. Se comentó en el barrio, que había muerto maldecido por alguna mujer medio bruja de la cárcel, y que su fantasma y el de algunos hambrientos represaliados vagaban por aquéllos andurriales.
INDALESIO 

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