Era tan inevitable como el hecho de respirar, no me
quedaba más solución que pasar cada día, el calvario de tener que
subir los doscientos escalones que separaban la carretera por donde
circulaba el tranvía, de la puerta de mi casa. En especial al
considerar que yo sólo tengo la edad de once años, y que habiéndome
criado protegido por una legión de mucama y una fratría de
hermanos que me deseaban amparar de la educación tan descuidada que
nos impusieron nuestros padres. El caso es que me encontré de
sopetón con el ineludible hecho de tener que asumir un día concreto
y a una hora concreta las odiadas escaleras. Volvía de la escuela
donde se supone que aprendía hechos concretos de realidades
inventadas, lo cual me producía aburrimiento de lo más extenso. Y
volvía en un delicioso tranvía eléctrico de madera y color
amarillo para que siempre fuera apercibida su llegada, y lleno de
muchachos alegres y joviales en las últimas horas de las jornadas
escolares. Bajaba en la parada de Bobastro y allí quedaba además de
sólo, atenazado por la incertidumbre de tener que subir las dichosas
escaleras, y para más dificultad en la hora esa en la que el
crepúsculo avanza inexorablemente a una velocidad que se podía
apercibí ostensiblemente. El primer tramo se encontraba abovedado
por una enredadera tupida que ocultaba la poca claridad que
permanecía, y sólo una triste y bruna lámpara justo en el centro
del tramo que disponía de cuarenta y ocho escalones. Solo disponía
de dos puertas, a derecha e izquierda, aproximadamente a la mediación
del oscuro tramo de escalera, y daban a casas matas abandonadas.
Aquel tramo aún con suficientes fuerzas, los recorría con soltura y
esperanza de una posible huida por la entrada inferior que daba a la
carretera. El segundo tramo se presentaba después de recorrer
doscientos metros de carril oscuro, y lleno completamente de ruidos
arbóreos y sonidos de animales dispuestos para arrullarse o bien
dormir sin demasiada ceremonia. Este segundo tramo disponía de
sesenta escalones de inusual altura que precisaba un importante
esfuerzo físico para poder recorrerlos del tirón. A la derecha y
formando frontera discurría un farallón de piedra y cemento
protegiendo un jardín de no demasiadas extensión pero si disponía
de una densa foresta. En algunos trozos del farallón existía un
pasamanos destruido con restos que picudos trozos metálicos, y en el
tramo medio había una cancela de hierro amarrada por una cadena con
candado. Como los escalones eran tan altos, para mis aún menguadas y
poco desarrolladas piernas, subía los escalones apoyándome en las
rodillas para impulsarme hacia el siguiente, así subía con sólo
dos descansos de breves segundos. Además y debido a la oscuridad de
la hora, la situación de pánico me atenazaba hasta tal punto que
necesitaba canturrear para avisar, a quién fuera de menester, que se
aproximaba un posible problema, a saber un jovial y asustado muchacho
de once años. Tardaba tres minutos en recorrer aquellos tramos y
desembocar en el llano que daba paso a la casa donde vivía, eso sí
llegaba extenuado y con la boca seca más que por el esfuerzo por el
inmenso susto y horror que había pasado. Claro que en aquel llano
aún no me encontraba seguro, porque la más absoluta oscuridad me
acompañaba hasta la puerta de villa Candela. ¿Qué por qué me
asustaba, y en especial el segundo tramo de escaleras? Porque allí
había vivido un sacerdote grande, que resoplaba como un mulo, y que
había muerto arrollado por el tranvía amarillo de madera con
jardinera que lo traía de vuelta de la cárcel de mujeres donde
desarrollaba su jodido ministerio. Se comentó en el barrio, que
había muerto maldecido por alguna mujer medio bruja de la cárcel, y
que su fantasma y el de algunos hambrientos represaliados vagaban por
aquéllos andurriales.
INDALESIO
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