Sentí alegría cuando el
señor Cantos se asomó a la cuna y me miró. Había aprendido que se
debe sonreír cuando deseas algo y alguien muestra interés, así
que le proyecté la más generosa de mis sonrisas, aquello despertó
aun más su curiosidad. Movió las gafas hacia arriba y abrió unos
milímetros su ófrica boca por la arruga que hizo con la nariz. De
su labio inferior patinó una gota de saliva que cayó justamente en
mi redonda cara, entonces modifiqué mi sonrisa por un leve lamento
en forma de llanto. El señor Cantos se giró sobre sus talones y
salió de la habitación apresuradamente.
Era un hombre grande y
obeso que vivía en nuestra casa desde hacía varios años, tenía
una cierta relación de parentesco con mi padre, primo segundo
quizás y le habían acogido por no tener medios para sustentarse.
Nuestros padres nos tenían prohibido mofarnos de él y le debíamos
amplio respeto, algo que no siempre cumplíamos, en especial los
mayores, porque yo era el más pequeño y aun estaba en la cuna.
Habitualmente huía de nosotros porque según decía no le gustaban
los niños, por su especial crueldad e ignorancia, así que
manteníamos un estatus de no agresión y buena tolerancia. Lo que
era seguro es que él procuraba mantener un comportamiento correcto,
ya que en una casa tan grande y con tantos habitantes, el riesgo para
el señor Cantos era bastante importante e incluso peligroso. Ya en
varias ocasiones habiendo ocurrido algún accidente y la culpa había
caído sobre sus poderosos hombros, ya que era presa fácil entre
tanto niño, y además su aspecto de badulaque recogía las miradas
de todos los miembros de nuestra casa, una vez que que nuestro padre
buscaba poner orden entre tantos miembros. Así que que el señor
Cantos procuraba evitar los focos de conflictos y cuando escuchaba
ruidos de peleas entre mis hermanos o llantos desde mi cuna ,
desaparecía como por arte de magia. Solo mi madre que le trataba con
delicadeza recibía el apoyo del buen hombre y habitualmente se
prestaba para ayudar en algunas faenas de la casa. Cierto día mi
hermano mayor lo encontró leyendo un libro, no sabía que le gustara
la literatura y menos tan extensa. Respondió con mesura y le contó
a mi hermano que leía cada día desde hace muchos años, y que nadie
le había enseñado sino que era autodidacta. Aquello supuso una
revolución en los habitantes de la casa, habían descubierto un
secreto muy bien guardado y que por mor era bastante insospechado. Mi
padre nos reunió en la hora del almuerzo y procuró que el señor
Cantos no estuviera presente, allí advirtió incluyendo a mi que era
transportado en el carro de bebe, que se acabaron las buenas
relaciones con el señor Cantos, que para nada se puede confiar en un
hombre adulto de cincuenta años, que para más inri sabia leer y que
forma subrepticia dedicaba su tiempo en aprender letras y
comportamientos, eso era inadmisible en una casa conservadora como
Dios manda. Nos adelantó que había hablado con él y le había
adelantado la resolución y determinación de que abandonara la casa.
Todos mis hermanos y madre permanecieron callados, salvo yo que lancé
un grito de lamento, reprimido con una advertencia de mi padre. La
despedida fue muy agria, había que ver aquel hombretón con un
rictus de pena, con un chambergo de mi padre y con una maleta de
cartón en su mano derecha, parado delante de las escalinatas de la
terraza, mirando a cada uno de los miembros de la casa, como para
poder reconstruir imágenes para no olvidar, luego dio unos pasos
hacia el carrito donde estaba mi diminuta persona y soltando la
maleta lanzó sus gruesos brazos hacia delante y me levantó
sujetándome de los brazos. Lancé un sonoro grito como manifestación
de alegría en el mismo momento que acercaba mi cuerpo sobre su pecho
y una amplia sonrisa salió de su oronda cara. Ante la mirada de
todos los miembros de la fatría, su cuerpo hizo un enorme escorzo
cayendo sobre la espalda, produciendo un gran ruido al rebotar la
cabezota sobre el suelo de mármol de la terraza. Mis padres
acudieron con celeridad en mi ayuda, ya que berreaba con intensidad,
y solo después de un buen rato consiguieron calmar mi irritación,
pero no me libré por fortuna de acudir a la Clínica Santa Clara
donde se me diagnostico de fractura en tallo verde del fémur
izquierdo y que ya de mayor me produjo un rengo que me obligó llevar
un alza curiosamente en el lado derecho por la diferencia de altura.
El señor Cantos no tuvo que recibir asistencia sanitaria porque
había sufrido muerte súbita de la que por motivos obvios no se
recuperó. Mi padre costeo su entierro y su ausencia dejo una huella
indeleble en nuestras vidas.
INDALESIO
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