Cada jueves de la semana
habíamos decidido salir a caminar, por varios motivos y el principal
era mi precaria salud que me obligaba a realizar ejercicios físico
para poder controlar mis impotencias. El grupo que se formo era muy
agradable, no más de cinco y todos del mismo gremio, sanitarios. El
lugar elegido, el camino de los Almendrales, lugar habitual pero no
único. El grupo se formó por iniciativa de los más mayores, en
especial del generoso profesor y lector de las mentes, que cuido
siempre de que la armonía y equilibrio de nuestras podridas mentes
estuvieran controlada por la rectitud de sus sabios consejos. El otro
pilar del grupo igualmente era quien suministraba el espíritu
filosófico, y aunque se empeñaba que ese espíritu era de filosofía
barata, a mi siempre me pareció divertido y riguroso en sus
planteamientos.
Este relato lo construí
hace más de dos años, cuando aun mis torpezas estaban controladas
por medicación y por los muchos ejercicios que realizaba casi a
diario. Como ya podéis imaginar estas notas no van dirigidas a nadie
ni representa situaciones peculiares, solo deseaban contar una
historieta para hacer trabajar esa parte de mi cerebro que estimulan
los instintos cognitivos. Pero como suele pasar, una vez que mejoré
de mi enfermedad, me lancé a pecho descubierto a los ejercicios para
el desarrollo físico, gimnasio tres días y de nuevo paseo por el
monte. El jueves quince de octubre salimos desde los inicios del
sendero que solíamos recorrer, íbamos con buen humor y gestos de
complicidad, la temperatura era aún muy agradable sin sobrepasar los
veinte y seis grados. Solo escuchábamos el ocasional grito de la
tórtolas y un silencio muy acogedor, pero ese no era mi día, ni
diría que tampoco era el de mis compañeros. No llevaríamos más de
media hora cuando bajando un pequeño balate perdí contacto con el
pie derecho y se torció el tobillo, escuché el sonido de desgarro
del pie dentro de la bota y me senté para lamentarme. Pocos minutos
después el tobillo se inflamó y me quedé incapacitado. Intenté
caminar con la ayuda de los bastones, pero dolía mucho. Me explore
quitándome la bota y supe que no estaba roto el hueso, pero si los
ligamentos externos del tobillo. Me volví a colocar la bota, ante el
riesgo de que tuviera dificultad para que entrara de nuevo en el
calzado. Me ayudaron a levantarme para buscar la forma de evacuarme
de aquel lugar, el maestro filosofo se colocó a mi izquierda y el
terapeuta mental a mi derecha, al estabilizarme para incorporarme
fallaron las manos del filosofo y caí a plomo sobre un voluminosa
piedra y sentí un fuerte dolor. El terapeuta le reprochó al
filosofo su debilidad y el ocasional daño que me podía haber hecho,
aunque me recuperé con cierta prontitud un poco alarmado por el
rostro de reproche que apareció en la cara del filosofo. Se dijeron
algunas lindezas con demasiada agresividad aunque en el descenso
intenté transmitir sosiego sacando temas inocentes y banales.
Aquella historia acabó bien para la recuperación de mi tobillo que
en tres semanas podría volver a mis actividades físicas, pero mal
para mis amigos que aun se guardan rencor de forma incompresible y
continuada.
INDALESIO
Bonito relato, Indalesio, pero el término rencor puede que sea una conclusión desde fuera. Desde dentro , el "terapeuta" no siente ningún rencor. Es otra la historia...
ResponderEliminar