La primera vez
que la vio, la niña lucía un vestido rosado con pliegues recogidos
en la cintura que rompían sobre las rodillas dando vuelo al paso. Se
figuró que era de seda por un enrejado de ganchillo que tapizaba el
pecho, incipiente ya pero agazapado todavía por el pudor. Se fijó
en los musculitos de las pantorrillas que se contraían, al presionar
la punta del zapato en el suelo, cuando se erguía el pequeño tacón
que acababa de estrenar. Le resultó alta, esbelta, de cara risueña
y ojos grandes que rehuían la mirada con timidez. A pesar del
revuelo que levantó su elegancia entre el grupo de adolescentes que
se apostaban en la puerta de la iglesia, el conjunto que vestía
quedaría anticuado en la ciudad, pero en el pueblo causó
admiración. La vieja familia de los barones volvía después de
muchos años para vender las últimas propiedades antes de instalarse
en la capital. Se refugiaron en la casa de la abuela intentando
rehacerse de la mala racha que había inaugurado la muerte del cabeza
de familia. La madre, todavía joven y guapa, podría haber rehecho
su vida por algún camino distinto a la abnegación y el luto, pero
prefirió sacrificarse en lugar de vivir, acomodarse a lo establecido
antes que sacar los pies del plato; lo que la hizo más débil de lo
que era, rasgo que heredó la hija pequeña que resultó la más
afectada por la pérdida del padre.
La volvió a ver en las clases y en
los pasillos del hospital, pero esa coincidencia no fue fortuita. En
el pueblo se había ofrecido a ayudar a la viuda en los trámites de
la venta del inmueble y el traslado de los recuerdos. El único varón
estudiaba fuera y la madre con cuatro hijas por casar se sentía
incapaz de gestionar el papeleo que Carlos resolvió. En los
despachos que mantuvo con ella pudo intercalar la solicitud de
cortejar a la niña menor junto con el ofrecimiento de ayudarla en
los estudios de enfermería. La coacción fue asumida por necesidad
antes que por convicción, ya que madre e hija eran reacias a
emparentar con aquel paisano de peor casa. Pero la seriedad que
mostró, el servicio que ofrecía, la constancia y la pesadez hacían
cada vez más inevitable las relaciones.
Cuando recibió la autorización para
entrar en la casa convirtiéndose en novio formal de la pequeña, que
todavía no había cumplido los diecisiete años, empezó a mostrar
su verdadera cara. Prohibió los tacones, alargó las mangas, cerró
el escote y le hizo bajar la mirada porque todo parpadeo era
sospechoso. Era un pobre-buen hombre, celoso, trabajador y todo lo
que tienen los mediocres que consiguen, a base de insistir, una mujer
que los sobrepasa: alta, guapa y de mejor familia. Emma aceptó con
fatalismo la represión que le enseñaban, interpretando la debilidad
como muestra de cariño, por lo que se sometió sin queja a un
parecer muy distinto al suyo. Hasta entonces le gustaba salir con las
amigas, el coqueteo con los estudiantes y los bailes lentos de los
guateques, pero desde que se comprometió con Carlos se le terminó
la fiesta.
El modelo de hombre con el que soñaba
estaba inspirado en el padre que la protegía, el maestro que la
cuidaba y el amigo que le transmitía confianza. Su rápida
enfermedad y su cruel ausencia la habían sumido en el desconcierto
del que, desde luego, no la sacó el contrapunto de brutalidad
soterrada en la que se convirtió la convivencia. Aprendió pronto
que la tranquilidad valía el precio de la sumisión y la paz del
hogar el acomodo a los gustos de su marido, pero como ella era tierna
y agradecida no tuvo dificultad en enamorarse y entregarse sin
reservas a las exigencias del hombre que resultaba ser bueno por las
buenas y muy peligroso por las malas. Era de esos fanfarrones que
amenazan con comerse crudo al que mire a su mujer en un bar, pero que
lo único que se comen es la bilis cuando se revuelve a solas en casa
frente a una mujer asustada.
Como estaba siempre ojo avizor notó
algo raro el mismo día que Emma le fue infiel. La interrogó con
violencia, la amenazó, la asustó y ella confeso una complicidad
mínima con un compañero de trabajo. Durante la escena dejó claro
que no iba a permitir de ninguna manera el divorcio ni nada parecido:
si de algo estaba seguro es que antes se la llevaba por delante. Pero
la reconciliación solo vino a confirmar que ella iba a seguir con
sus amores y que él tendría que asumirlo. A pesar del cerco a la
que la sometió y a las humillaciones que le hizo pasar tirándole
los platos al suelo, gritando y castigando, supo, como se sabe que
tiene uno que morir, que cada noche, cada acto de amor, cada gesto,
cada caricia, la persona a la que amaba estaba en otra parte. Con esa
realidad convivió treinta años, hasta que Emma tuvo la crisis de
depresión.
Fue entonces
cuando empezó a sentirse dueño de ella. La cuidó, la mimó, la
protegió mientras estuvo en cama. Cuando se levantó, hizo algo que
no había hecho nunca: ocuparse de las tareas domésticas, ir a la
compra, poner la lavadora y prepararse su ropa. Inició una nueva
vida desde la seguridad de que Emma le pertenecía: sentía por
primera vez la superioridad que nunca pudo imponer por la fuerza y
eso le hacía llorar de orgullo, crecido en el castigo como poetizaba
Miguel Hernández:
Como el toro he
nacido para el luto
y el dolor, como
el toro estoy marcado
por un hierro
infernal en el costado
y por varón en
la ingle con un fruto.
Como el toro lo
encuentra diminuto
todo mi corazón
desmesurado,
y del rostro del
beso enamorado,
como el toro a
tu amor se lo disputo.
Como el toro me
crezco en el castigo,
la lengua en
corazón tengo bañada
y llevo al
cuello un vendaval sonoro.
Como el toro te
sigo y te persigo,
y dejas mi deseo
en una espada,
como el toro
burlado, como el toro.
CIRANO