Con diez y siete años conseguí mi primer barco, bueno en
realidad no era un barco era un bote con motor de no más de cinco metros. Lo
compré por mil pesetas a medias con mi primo Antonio, huérfano de ingeniero
naval y amante de todo lo que flotara. Fue mi primo Antonio quién me llevo al
embarcadero de botes de recreo y veleros, quién me contó la historia de algunos
barcos viejos y abandonados del club y quien me hizo respirar el olor a brea de
los calafates y a tocar las herrumbres de motores y aparejos que abandonados
por todos los pantalanes nos acompañaban. El bote venía de un invalido militar
que se había cansado de arreglar las muchas necesidades que padecía el
desvencijado barco, pero con alguna ayuda de mecánica naval conseguimos que
funcionara.
Cuando el capitán Alvarez nos ofreció vender el barco nos pareció sublime, en especial porque no teníamos sentido de las proporciones, nos parecía enorme y con muchas posibilidades, así que elaboramos un programa de adquisiciones para navegar con seguridad y con el menor riesgo. Claro que tardamos unos seis meses en poder soltar el amarre y pasear por el puerto, mientras asesorados por algunos marineros nos aconsejaron por dónde empezar. Aún no conocíamos que pasaba debajo de aquella cubierta y que pasaría cuando abriéramos la puerta del camarote, pero la curiosidad nos embargaba, así que una mañana de junio el barquero del club llamado Caparros nos acercó al barco cuyo nombre habíamos propuesto que fuera BOGAVANTE en memoria de tan rico y desconocido alimento. Embarqué lleno de emoción, aunque bamboleaba más de lo que sospechábamos, nos sentamos en la bañera y gritamos de alegría ante la cara de sorpresa de Caparros que solo nos avisó “mucho cuidiao”. Ahora ya estábamos solos y encima de nuestro barco, si nuestro barco, jope que alegría. ¡Con dificultad liberamos en candado que bloqueaba la apertura de la puerta del camarote, pero con la llave algo doblada al fin pudimos hacer franca la entrada al …joder no había sitio nada más que para el motor y una pequeña alacena! Dos pequeños cristales laterales daban luz a aquel espacio y uno frontal para iluminar la parte delantera. Levantamos unas tablas que formaban un suelo y vimos con horror la sentina llena de agua sucia y pestilente, en el costado de estribor una palanca que oscilaba de adelante atrás y que al intentar mover estaba agarrotada por falta de engrase y dura como una piedra, le pusimos un poco de aceite y con ambas manos le hicimos oscilar de delante atrás, poco a poco se fue moviendo y un extraño ruido de absorción comenzó a sacar la espesa y grasienta agua de la sentina. Ya sabíamos algo, al barco le entra agua y se le podía sacar con una bomba manual. En verdad no estábamos decepcionados solo sorprendido de lo mucho que nos quedaba por aprender, para ir con un margen de seguridad. Sucios y sudorosos nos sentamos en la bañera y nos tomamos un refresco, ambos codos apoyados en la regala y la gorrilla levantada, nos sentimos las personas más afortunadas del mundo. Como el tiempo estaba limitado para cumplir el horario familiar, avisamos al barquero para que acudiera a recogernos, tardó más de lo esperado y cuando acudió con sus pies gruesos y callosos apoyados en el banco travesaño, continuaba con la misma sonrisa que nos había llevado.
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¿Qué
tal habéis encontrado el yate?
Le miramos con cara de pocos amigos ya que no estábamos dispuestos a bromas con nuestro BOGAVANTE, pero de inmediato se ofreció a prestarnos ayuda, ya que conocía mi vinculación con el comodoro del club de botes, mi tío Pepe. Cada mañana quedábamos para trabajar en el barco, limpiamos cornamusas, pasa cabos y todos los componentes que fueran de bronce y que se pudieron limpiar y ponerlos relucientes. Pero sabíamos que había dos problemas, uno la propulsión, a saber, el motor, y otro que seguía haciendo agua y cada día había que achicar la sentina. Buscamos la solución, sacar el barco y hacerle un calafateado, y el motor un mecánico para ponerlo en marcha. En una semana lo sacamos del agua y lo colocamos en una cama de barco y encima de un camión lo trasladamos a la Azucarera por cortesía del hijo del Ingeniero -director, allí el calafate nos enseñó cómo se hacía con estopa y brea sellando las juntas de madera. Dos semanas después de vuelta al muelle para botarlo, pero para nuestra sorpresa conforme el bote entraba en el agua, el bote se hundía. Le gritamos al gruista que lo mantuviera izado mientras organizábamos una solución y de nuevo Caparros salió de su aislamiento y nos dijo que hacer. Había que dejar el barco en contacto con el mar para que la estopa y la brea sellaran la unión de las duelas, al menos un par de horas. Buscamos unos duros para compensar el transporte y así lo hicimos y por la tarde ya estaba...semi hundido, como el perro de Goya.
El motor fue mucho más complejo y tuvimos que aprender que
era y de que se componía, el mecánico desmontó el motor con bastante esfuerzo,
las válvulas estaban defectuosas y tuvimos que hacerles una culata y las
válvulas nuevas. Era un motor Renault marineado con cuatro cilindros a los que
hubo que colocar le unas camisas a medida. El embrague era de acción directa
con un plato en cuyo interior había un juego de muelles que se ajustaban al
plato cuando le introducía el dado del embrague.
Ya llevábamos seis meses y aún no habíamos navegado. Los padres enfadados por el mucho tiempo dedicado al barco, igual que las chicas que eran habitual compañía y que para nada les dedicábamos atenciones. Pero el día que el mecánico arrancó el motor echando le unas gotas de éter en la cámara de combustión, ese día gritamos de alegría entre una intensa humareda que salía por el tubo de escape. Nos enseñaron a cambiar la culata y su junta, a esmerilar las válvulas y a desmontar los muelles del balancín. Pusimos varias herramientas de utilidad en la alacena y recambios de bujías y juntas para posibles incidencias. Y el día tres de septiembre del año 1966 soltamos amarras y navegamos dentro del puerto durante una hora, sentí un cosquilleo de importancia en la barriga y ya había decidido que sería un marino de aventuras. Las aventuras duraron varios años e incluso navegamos hasta las boyas de amarres de los petroleros del oleoducto de Puerto llano, pero no teníamos autorización para ir más lejos.
INDALESIO