No a todo el mundo le
interesa disputar para conseguir objetivos lustrosos, o lo que es lo
mismo, no todos los humanos son ambiciosos. Rodolfo Malvasía, desde
luego, era uno de esos. Había enfocado su existencia hacia la
serenidad, procurando, eso sí, cumplir con las obligaciones cívicas
derivadas de la condición de ser vivo. Entendía que la evolución
es un proyecto colectivo dirigido a la mejora de la especie, esa
punta de lanza de la vida, en el que había que implicarse para
ayudar al progreso, auque lo que él entendía por progreso no
coincidiera con lo que daban a entender los dirigentes del planeta.
Pero en lo referente a la parcela privada procuraba no buscar ni
acumular eso que se conoce como éxito. Se encontraba conforme con su
condición personal sin reclamar algo distinto de lo que le había
tocado en suerte ni creerse con más derechos que los que le
correspondían. Su objetivo era ser feliz o acercarse a un estado lo
más parecido a eso. No empujaba ni quería ser empujado, pero para
mayor tranquilidad, procuraba aportar a la sociedad más de lo que
ésta le exigía legalmente.
Como conocedor de
ciertos conceptos termodinámicos sabía que el futuro es la
entropía. Con ese porvenir por delante estaba seguro que no había
que esforzarse por sobrepujar al destino. El objetivo era mantener un
estado estacionario satisfactorio, gestionando con acierto las
pequeñas recompensas que ofrecía la realización eficaz de las
ocupaciones diarias. Por eso cuando el viernes por la tarde, después
de aparcar el auto en el sótano de los grandes almacenes donde solía
adquirir comida, vio en un rincón un carro de la compra con una
bolsa de cuero medio abierta, se dirigió al vigilante de seguridad
para informar de lo que entendía era un olvido. El guardia,
contrariado por el aviso que lo dejaba en evidencia, contestó, algo
mohíno, que iría a inspeccionar. Pensando, al ver la reacción
displicente del agente, que quizás se había extralimitado en su
celo social, Rodolfo se dedicó a recorrer los pasillos entre los
estantes repletos de productos superfluos, disfrutando como Sócrates,
de la cantidad de cosas que no necesitaba. La abundancia es un
reclamo para personas inseguras que creen llenarse de contenido al
llenar el carro, pero a él no le apremiaban estas compensaciones.
Hizo su trabajo con profesionalidad eligiendo lo que tenía previsto.
Cuando estaba en la cola esperando pagar lo seleccionado, se le
acercó el empleado de seguridad al que había alertado, para pedirle
que lo acompañara al despacho del jefe en donde encontró a la plana
mayor de la policía, encabezada por un comisario al que conocía de
niño. Después de saludarse con rapidez, agentes de la bofía
considerados expertos, le hicieron algunas preguntas sobre si había
observado algo sospechoso a las que contestó que no. A renglón
seguido le informaron que había descubierto una bomba recién
colocada, tanto que quien dejó el paquete no tuvo tiempo de dar la
señal de alarma como acostumbran en estos casos. Como no había
tiempo que perder, su amigo le dijo que volverían a hablar pero que
ahora lo que procedía era evacuar el edificio. Sin coger el coche ni
la comida se escabulló para pasar desapercibido porque lo que más
temía era verse en las garras de la prensa sensacionalista. El
asunto se resolvió sin mayores complicaciones. Empezaba la temporada
de verano, vivía en una zona turística del litoral y, como todos
los años, los fanáticos intentaban asustar primero y pasar el
cepillo después, algo que habían aprendido durante su periodo de
formación como monaguillos. Rodolfo no fue identificado ni
molestado, se le agradeció su servicio y se le mandó la compra
gratis a su domicilio. Ni siquiera tuvo la debilidad de pavonearse en
el trabajo porque prefería el silencio al ruido cutre de una
pasajera fama local. Se consideró un miembro útil de la comunidad a
la que había servido como debía.
Cuando el sábado subía
con la bicicleta un carril empinado que cruzaba vegas siguiendo el
cauce seco de un arroyo, el recuerdo de su aportación al bienestar
común le daba fuerzas para pedalear. Como se iniciaba la estación
calurosa había salido temprano bien provisto de agua que consumía a
su debido tiempo, anticipándose a la sensación de sed como mandan
los cánones. A eso de las doce se paró para orinar debajo del
puente de la autopista. Estaba comprobando el color y la densidad del
chorro, que hacía un pequeño hoyo sobre el polvo, para sacar
conclusiones sobre el grado de hidratación con el que terminaba el
entrenamiento, cuando vio un artefacto que le pareció una bomba a la
espera de explosionar. Los cables de colores, la olla en donde
estaría la metralla, la pequeña caja negra de plástico que supuso
era un interruptor lo convencieron de que aquello era otra
advertencia de los terroristas. Se apartó un trecho y llamó a la
policía. Al momento varios coches patrulla organizaron un monumental
atasco al cortar el tráfico de la autopista mientras era interrogado
por su amigo. ¡Qué casualidad! Esta vez le fue más difícil
escabullirse. En un coche de atestados con la bicicleta apoyada en el
capó, lo interrogaron a conciencia antes de dejarlo partir con
disimulo para evitar la prensa. Cuando se alejó del bullicio volvió
a subir en la bici pensando, harto perplejo, que alguien podía estar
espiándolo porque sentía como si le echaran el aliento en el
cogote. Comentó el suceso en casa con cierta preocupación
recordando que las preguntas que le hizo la policía no eran tan de
trámite como las del supermercado.
El domingo se levantó
temprano para hacer una pequeña excursión a un monte cercano a su
casa. El recorrido era pintoresco una vez superada la primera parte
del camino que llevaba, en medio de basura y escombros, hasta un
trasformador eléctrico. A partir de ahí arrancaba una ruta que
trascurría entre una arboleda de coníferas arropada por monte bajo,
chaparros, sabinas, enebros y madroños espesos. Iba ensimismado
sorteando los trozos de yeso, ladrillos rotos y enseres domésticos
desechados cuando al llegar a la altura del trasformador descubrió
lo que sabía con seguridad que era otra bomba. Nada más verla echó
a correr hasta perderse en el bosque donde empezaba el camino amable.
Supuso que ya era demasiado descubrir artefactos homicidas por lo que
consideró continuar el paseo como si no hubiera visto nada, pero a
medida que ascendía empezó a contradecirlo el sentido de la
responsabilidad. La policía, que estaba seguro de que lo seguía,
podía haberlo visto husmear en la trampa por lo que llegaría a la
conclusión de que había ido a inspeccionar. Por otra parte le
preocupaba que si aquello terminaba explotando podría dañar a
alguien ya que la ruta era transitada los domingos por familias que
sacaban a pasear a su niños o al perro. Así que en un claro donde
encontró cobertura para el móvil llamó a la policía.
Rodolfo
hacía tiempo que había hecho profesión de humildad sacando partido
de lo que la vida le había enseñado. Sabía donde estaba, de donde
venía, quien era, cual era la playa donde lo había arrojado la
marea, todo lo que se necesita saber para adoptar una postura
sensata, alejada del mundanal ruido, procurando no solo no provocar
la envidia de los dioses, sino, sobre todo, evitar el rencor de sus
colegas. Esta salida a la superficie a causa de la casualidad lo
sumió, nada más dar noticia de su último descubrimiento, en un
estado de preocupada reflexión. Ahora le iba a ser muy difícil
explicar su recorrido que iba, no como el de las abejas de flor en
flor, sino como el de los energúmenos, de bomba en bomba. El sábado
le había costado trabajo convencer a la policía de su inocencia,
ahora debía evitar que lo ablandaran de entrada en cuanto lo
reconocieran. La policía se rige por reglas muy simples una de las
cuales defiende que todo, en general, puede ser una pista y que la
falta de motivos ya es en sí mismo una línea de investigación
sólida. Esta vez tendrás que venir a comisaría para un
interrogatorio en regla, le dijo su amigo atusándose el bigote en
una actitud muy alejada de las carantoñas que intercambiaban cuando
eran juveniles. El comisario era un tipo presumido de los que creen
que el bigote es un atributo varonil que hace atractivo a quien lo
porta. Tocarse el bigote con gesto serio era como decirle a su
interlocutor que le estaba tocando las pelotas, por decirlo en el
lenguaje cómodo en el que se expresan los guardianes del orden
cuando creen dominar la situación. Los interrogatorios en regla,
como las tormentas que se presentan con un airecillo agradable,
pueden empezar con preguntas amables, pero terminan arrasándolo
todo. También es una norma policial sospechar más del que no aporta
nada que del que desembucha. Rodolfo no pudo dar el más mínimo dato
sobre la campaña del miedo que la banda había programado para ese
curso, tampoco sabía nada de artillería, no recordaba en que cuerpo
había hecho la mili, no sabía lo que era un detonador y ni siquiera
conocía la fórmula de la pólvora. Lo más cercano a la química
belicista que pudo contar fueron los recuerdos sobre unos juegos
peligrosos que hacían de chicos con latas rellenas de carburo que
salían disparadas como cohetes al añadirle agua. Una vez, les contó
a los policías en plan distendido, que no acababa de explotar una,
se acercó el experto a ver lo que pasaba en el momento en el que al
artefacto le dio por reaccionar saltando con fuerza hacia la ceja del
pirotécnico. Como el juez también quiso indagar en el asunto (la
mentalidad de Rodolfo nunca había comprendido que hubiera personas
que se ofrezcan para dirimir, además de sus asuntos, los conflictos
ajenos y creyéndose capaces de saber donde está la verdad) fue
llevado a los juzgados en calidad de testigo, ya que no había datos
para imputarlo. El lenguaje que utilizó el señor de la toga fue
menos coloquial que el que utilizaban los policías que intuyeron en
seguida que aquello era un pozo seco. Si a uno lo acusan de
sospechoso de sabio no corre más peligro que las zancadillas que le
pondrán los necios, pero ser sospechoso de colaboración con banda
armada te coloca en una situación en la que todos tus detalles, tus
gestos, tus silencios son dudosos. Con rostro serio, asustado,
respetuoso, respondió a lo que se le ocurrió preguntarle el señor
de la verdad que no tuvo más remedio que dejarlo en libertad o más
bien echarlo a los pies de los caballos porque le hizo salir por la
puerta principal de la audiencia.
CIRANO